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Un diálogo abierto de danza y baile

El bailaor David Coria presenta una propuesta artística de una intensidad constante

El mismo nombre del espectáculo revela en parte la intención. El bailaor principal aspira a diluirse en un supuesto anonimato para formar parte de un proyecto superior al que invita a dos compañeros. Con ellos comparte escena, bailes, danzas y hasta un protagonismo que, a la larga, no puede eludir. Pero, desde el inicio al fin, los tres cuerpos constituyen un vehículo unitario con el que configurar imágenes de elaborada plasticidad y bailar a tres con una singular sincronía y compenetración. El discurso personal se enriquece así con aportaciones que, lejos de restar, lo enriquece. Como otras escogidas figuras de la nueva y brillante generación de la que forma parte, Coria, tras una experiencia grupal dilatada, emergió con una contrastada claridad de ideas que confirma con esta nueva producción.

La presentación de nuevas formas expresivas, en formatos también novedosos, puede nutrirse de una multiplicidad de recursos escénicos, del vestuario a la iluminación, pero se agradece que, en esta búsqueda de un lenguaje propio, se siga eligiendo a la música flamenca como compañera, que se baile al cante, incluso cuando sea objeto de efectos sonoros. Ese cante, en la voz de una espléndida Gema Caballero, y esa música, dirigida por el original creador que es el guitarrista Jesús Torres, sostienen la función, la permanente evolución de bailes y danzas, el constante diálogo de los cuerpos, sin apenas respiro y con un comedido espacio para el lucimiento personal.

En un momento determinado, todos los componentes de la compañía se igualan sobre la escena para recitar un texto absurdo o surreal y dar paso a un juego de identidades en el que toma parte toda la compañía. La pregunta podría ser si somos lo que vestimos. Los tres bailaores, con una falda superpuesta resuelven la ecuación con desenfado y unos toques de humor que se completan con la farruca que interpreta Gema sobre los hombros de David. El remate vino en clave de rumba, la flamenca del 14, que popularizara el de la Matrona. Ese podría ser uno de los cuadros definidos de una obra que se presenta muy fluida y sin apenas cesuras. El espectador se ve atrapado en el seguimiento de lo que se le ofrece, que tiene una intensidad constante, y que, sin embargo, no angustia y sí va proporcionando satisfacciones a cada paso.

La elección de estilos, y su misma ubicación en el desarrollo de la obra, es también muestra de la libertad expresiva que la inspira. Pongamos como ejemplo el caso de la petenera, escogida para cerrar el espectáculo. Realmente, fueron tres peteneras: primero, la veracruzana, bailada en un paso a tres para que, a continuación, Coria y Torres dialoguen en la misma clave musical. Con la clásica de Pastora, el bailaor titular se decide a tomar protagonismo y despliega su baile, exacto y elegante. El final, con la iluminación sobria, pero efectiva, que ha definido la función, nos devuelve con un planteamiento circular a la imagen del anonimato, la de tres cuerpos que son uno indefinido.

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