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Impresionante cogida de Rafaelillo

El torero sufrió una cornada en el hemitórax izquierdo y múltiples fracturas costales tras ser lanzado violentamente contra las tablas

El golpetazo que sufrió Rafaelillo contra las tablas fue sencillamente impresionante, muy violento. Lo milagroso es que siga vivo y con el cuerpo entero. Tras brindar al público el cuarto de la tarde, el torero se hincó de rodillas en el tercio y citó al toro por el pitón izquierdo con intención de pasarlo por alto. El animal se le vino encima a gran velocidad, lo empaló de lleno por el costado y lo lanzó contra las tablas como si fuera un muñeco. El atropello fue indescriptible; aún hizo por él, ahora por el lado izquierdo, y se lo quiso comer materialmente, aunque, por fortuna, el pitón astifino no hizo diana. El torero buscó cobijo en el callejón, desmadejado y roto de dolor y, a pesar de su aparente intención de seguir, fue trasladado a la enfermería. En verdad, fue una de esas volteretas que encogen el alma de toda una plaza.

Grandes como un autobús de dos pisos, largos como un tren, armados para la guerra. No portaban pistolas cargadas de munición, pero eran miuras duros, durísimos algunos, listos todos ellos, de esa familia legendaria que cría toros para la antigüedad, toros para la lidia, pero no para el toreo moderno. Toros que requieren toreros de valor seco, nervios de acero, una frialdad de hielo y capacidad técnica inconmensurable.

No es fácil, pues, salir triunfante de esta pelea que con frecuencia se antoja muy desigual. Torazos enormes ante frágiles humanos, empequeñecidos ante gigantes con sentido, listos aprendices desde que salen al ruedo y que no suelen vender barata su vida.

El primero de la tarde, el colorao Rabanero, de 640 kilos de peso, que se llevó por delante a varios mozos en el encierro, era enorme, y más grande parecía aún al lado de Rafaelillo, que es chaparrito de cuerpo. Como la pelea de tú a tú era una muy peligrosa temeridad, Rafaelillo hizo acopio de valerosa inteligencia y pronto comprobó que el toro no tenía un pase. Se comportó como un jabato, sorteó con habilidad los tornillazos y lo mató con rapidez.

Chacón también se llevó lo suyo al entrar a matar a su primero, que echó la cara arriba en el encuentro, derribó al torero y lo buscó con rabia en la arena. El asunto no pasó a mayores porque Chacón se escapó dando vueltas sobre sí mismo, pero la paliza fue de las gordas. Se mostró eficaz y solvente ante ese descastado segundo, que solo embistió por el lado derecho y con la cara siempre a media altura, se justificó con oficio con el cuarto, imposible por el pitón izquierdo y trazó buenos naturales al quinto, al que mató mal.

Por su parte, Juan Leal llegó a Pamplona dispuesto a triunfar como fuera; con el valor como emblema, atropellando la razón, de manera embarullada, y con una disposición tan respetable como en exceso comprometida. Esperó a su primero de rodillas en chiqueros, el toro se le vino encima y si Leal no se tira al suelo lo manda al tendido. Salió apurado de un apretado quite por saltilleras y, antes de que tomara la muleta, saludó el subalterno Marc Leal tras dos buenos pares de banderillas. Brindó al público, comenzó con un arriesgado pase cambiado por la espalda y continuó con tres derechazos rodilla en tierra en un alarde de pundonor. El toro obedeció con nobleza, pero a Leal le pudieron las prisas y su toreo brotó despegado y bullanguero, pero seguro que solo el feo bajonazo final le impidió pasear una oreja. No fue fácil el sexto y por allí anduvo con la disposición intacta, pero mató de otro espadazo metisaca en los bajos y todo se diluyó.

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