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Tres acordes y una verdad

La actriz protagonista desborda más autenticidad que la película en la que está encerrada

De entre todos los materiales idóneos para un arte del movimiento como el cine –en el amplio espectro que se extiende entre el vaivén de los protones y la majestuosa danza de las constelaciones-, la escala humana ha privilegiado los trayectos de un sujeto dado entre un punto A y un punto B. Nada que objetar a una decisión tan razonable. Más discutible resulta que el mercado –o los gurús del guion- hayan impuesto que el 99,99% de esos trayectos adopten la forma de una historia de redención. Cuando, en los primeros minutos de Wild Rose, su protagonista Rose-Lynn sale de la cárcel con el doble propósito de recuperar su carrera como cantante country nacida en Glasgow y, al mismo tiempo, reconstruir su papel de madre, el bostezo es, casi, un acto reflejo.

Dirigida por Tom Harper, responsable de la desaliñada secuela La mujer de negro: el ángel de la muerte (2014), Wild Rose es una de esas hijas espurias del free cinema que, de unos años a esta parte, trasladan una cierta épica del proletariado a la cultura de multisalas. Siguiendo el aserto de Harlan Howard de que el country son “tres acordes y una verdad”, Jessie Buckley desborda más autenticidad que la película en la que está encerrada, donde, eso sí, destacan dos interesantes ideas musicales: la aparición de los músicos fantasmales en la secuencia de la aspiradora y el momento en que Rose-Lynn se quita los cascos para descubrir que ha contagiado su pasión a su empleadora.

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