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Los malos son los padres

Es perversamente gratificante contemplar cómo otros meten a sus pequeños en la boca del lobo

Yolanda Ventura, la ficha amarilla, cuenta en Parchís: El documental que cuando los preadolescentes estaban de gira llamaban una vez a la semana a uno de los padres, y estos ya le pasaban el mensaje al resto. Yo exijo al menos una comunicación por Skype al día si mis hijos están fuera, y eso que están con su padre o sus abuelos, no con un manager que los mete sin cinturón en un Seat 131 Supermirafiori. Llámame loca.

«Nadie nos vigilaba, hacíamos lo que queríamos”, dicen los exParchís, entre divertidos y horrorizados por la negligencia de sus mayores.

El desapego ochentero de los padres y madres de los niños-estrella sobrevuela todo el documental. «Yo nunca lo permitiría», te dices viendo cómo el grupo se crió de gira, rodeado de empresarios chupópteros, trabajando 16 horas al día, guiados tan solo por su tutor o alguna profesora que trataba de escolarizarlos entre bolo y bolo. Cuentan travesuras (pedir caviar al servicio de habitaciones, destrozarlas) y desmanes más graves (tirar sillas por la terraza, exponerse a «moscones» en fiestas adultas). Aunque no hay nada nivel Drew Barrymore, que a los 13 ya estaba desintoxicándose, sí sorprende la despreocupación con la que los padres parecían vivir la situación, ligereza con la que por cierto también fuimos criados quienes no éramos pop-stars.

La diferencia es que estos niños eran además máquinas de hacer dinero, aunque todos aseguran que vieron poco porque nadie se preocupó de velar por sus derechos. David Muñoz, el dado del grupo, cuenta que cuando quiso dejarlo para estudiar, no fue un empresario quien le preguntó si estaba seguro, sino un padre. Los padres se habían colocado «al otro lado de la mesa», dice. Joaquín Oristrell, al que contrataron de tutor cuando la cosa se “desmadró”, zanja el tema con un: “La culpa fue de [los padres], luego sí, una casa de discos muy mala, unos hombres perversos, unos explotadores… Pero son tus hijos, no hay excusa”.

Cuando una de las madres, la Yoko Ono de las madres, se interesó lo bastante por el bienestar emocional y financiero de su hijo como para acompañarlo de gira, el resto de padres la tildó de pesada.

A las madres de ahora nos dicen lo mismo nuestras propias madres. Estamos demasiado pendientes de los niños, les damos quinoa, hacemos chorradas como preguntarles su opinión. Que puede ser, pero ellas, además de dejarnos bajar a jugar a la calle y ser más libres, también nos fumaban en la cara, nos cebaban a Bonys y nos ponían la tele a todas horas para que no diésemos la vara. “Y mira qué bien has salido”, me reprende la mía si se lo reprocho. “Igual podría haber salido mejor, mami”, le respondo, sabiendo que el karma me devolverá la frase.

El dedito acusador tiene el gatillo fácil. Es perversamente gratificante contemplar cómo otros meten a sus pequeños en la boca del lobo. Pero debajo de la avaricia, de la ceguera causada por los agasajos, de la crianza laissez faire de los ochenta, lo que parece mover a esos padres y madres de Parchís (y también a los de Leaving Neverland, con resultados infinitamente peores) es la idea de que si tu hijo es especial, tú también lo eres. Y eso, me temo, es atemporal. Lo cierto es que casi todos nos hemos sentado «al otro lado de la mesa» de los intereses y los derechos de nuestros hijos. Si no mira la de fotos de niños que hay en Instagram para las que nunca dieron su permiso.

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