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Truño en el Real con Plácido y ‘Giovanna d’Arco’

Pocas cosas se recuerdan en Madrid más aburridas que esta insulsa versión de la ópera de Verdi

Al terminar la primera parte, Carmen Giannatassio y Michael Fabiano salieron del escenario con gesto de que no merecía la pena saludar ante tan tímidos aplausos. Pero es que el favor del público y su entusiasmo se gana con otra actitud y la versión que ayer domingo estrenaron de Giovanna d’Arco en el Teatro Real fue de las peores noches que se recuerdan. Ni Placido Domingo pudo aliviar el aburrimiento en una sesión para el olvido. Un auténtico truño.

Cuando Giuseppe Verdi compuso esta ópera casi de cámara en su repertorio lo hizo en una situación cliclotímica y con problemas de salud. Apenas le prestó atención: tardó sólo cuatro meses y su concentración fue escasa. El insípido libreto de Temistocle Solera, basado en un drama de Friedrich von Schiller, tampoco ayudó a que las musas permitieran al maestro parir una de sus obras maestras. Por eso se recupera tímidamente en los teatros. Nada más que como un pequeño juego de transición sin alharacas.

Bien es cierto que la obra canoniza proféticamente a la heroína francesa antes de que lo hiciera la Iglesia en 1920. Salvo eso, poca chicha. Pero sí contiene destellos y pasajes brillantes que no brotaron apenas en las voces de los cantantes, con la excepción ya casi de oficio de un coro en estado de gracia y en algún pasaje de la orquesta: como en el aria del tercer acto de Carlo, acompañado de un chelo y corno inglés, que James Conlon marcó con delicadeza.

El primer problema fue la concepción del espectáculo. Si el teatro se inclina por una versión concierto vale más contar con los intérpretes sentados en el escenario desde el principio. Si no, en un quiero y no puedo de intento semiescenificado, como éste, corres el riesgo de hacerles pasar por un ridículo supino. Sobre todo al verse obligados a salir con cara de despiste. Vestidos de frac ellos y con un pase de tres modelos la soprano antes de lanzarse a leer la partitura como si anduvieran en un mero ensayo.

No pasó de eso el estreno este domingo. Ni hubo chispa ni se logró absolutamente ningún momento en que saltara la emoción. Fabiano era incapaz de quitar el ojo al atril, Giannastasio gritaba sin asomarse en ningún momento al concepto del canto. ¿Y Plácido? Llegó a su ciudad a cumplir con el expediente. Algo poco recomendable cuando encara el final de su carrera. No salir a escena para dejar un rastro memorable, como parte de un mero trámite, merece una reflexión por su parte.

En esta última etapa ha regresado a su cuerda natural de barítono. Como tal ha dejado rastros admirables en el Real, como su Simón Bocanegra. El tono que ahora muestra su voz es confuso. Anda cerca del barítono pero sin que las cuerdas hayan olvidado sus glorias de tenor. Es Plácido al fin y al cabo. Reconocible y digno. Su altura de leyenda suele salvarle. Menos en esta ocasión. Lejos queda, por ejemplo, la interpretación que hizo de este título en 2013 en Salzburgo junto a Anna Netrebko. Cantó con resuello y cara de terror ante aquel bólido con aptitudes de campeonato. Pero la vergüenza torera del español, incluso sus miedos a no alcanzarla, le engrandecían al mostrarle poderosamente frágil.

No ha sido así en Madrid, donde ojalá remonte en las dos citas que quedan por delante. Se ha presentado a hacer un bolo y cantar como en el sofá de su casa. Ojalá el año que viene se desquite con el Giorgio Guermont que interpretará en La Traviata. Lo de ahora, mejor olvidarlo. Aunque a quienes dejaron a medias la final de Wimbledon entre Federer y Djokovic para ver este fiasco, les va a costar.

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