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Los pioneros resucitan

La Fundación Juan March dedica un ciclo a los intérpretes que recuperaron la música antigua tal y como hoy la conocemos

El concepto de “música antigua” es una invención moderna, como lo es la idea de recrear la música de otros tiempos tal y como se habría interpretado (el condicional es la clave de todo) en el momento en que nació por parte de sus coetáneos. Vemos un cuadro renacentista o admiramos una catedral gótica sin intermediación, pero necesitamos de otras personas para ver representado un drama de Shakespeare o para que una fuga de Bach se transforme en sonidos. Muertos los mediadores de antaño, y quebrada o transformada progresivamente hasta resultar irreconocible la tradición original, estamos condenados a disfrutar de lo antiguo como los seres modernos que somos.

La Fundación Juan March no se conforma con programar conciertos al tuntún, obra sobre obra, grupo sobre grupo, sino que busca que cada uno de sus ciclos esté sustentado por una idea fuerza: instruir deleitando, o deleitar instruyendo. A lo largo de este mes de enero reproducirá, casi punto por punto, cuatro conciertos ofrecidos en el pasado –desde finales del siglo XIX hasta 1936– en Londres, París, Barcelona y Madrid, protagonizados todos ellos en su día por iluminados, por intérpretes que se negaron a tocar Bach al piano, o a Handel con un violín moderno, o a Marais con un violonchelo o, simplemente, a dejar que siguieran arrumbados en el limbo compositores medievales, renacentistas o barrocos por el solo hecho de que los clásicos y románticos lo habían invadido y acaparado todo. Pero el precio de recuperar instrumentos, de recrear prácticas interpretativas, de reimaginar aquellos sonidos perdidos, de contar con ediciones fiables, fue muy alto y el proceso tuvo mucho de especulativo, de puertas afuera, y de tortuoso, de puertas adentro. Cuando Jean-Marie Straub y Danièle Huillet rodaron en 1967 su Crónica de Anna Magdalena Bach, por ejemplo, hubieron de repetir una y otra vez las tomas en que participaban los músicos, muchos de los cuales confesaron luego que estaban literalmente aprendiendo a tocar sus instrumentos al tiempo que avanzaba la filmación.

El origen de la early music, el título del ciclo, remite, por tanto, a aquellos pioneros que pusieron las primeras piedras de lo que es hoy un edificio sólido, variopinto y muy admirado, por más que sus detractores sigan alzando la voz de cuando en cuando, y pese a que algunos, no siempre advenedizos, hayan decidido traicionar los principios fundacionales en aras de la posmodernidad o en busca del aplauso fácil o barato. Uno de aquellos visionarios fue Arnold Dolmetsch, un personaje pintoresco que coleccionó, restauró y reconstruyó instrumentos antiguos y que, junto con varios miembros de su familia, se aventuró a tocarlos en unos años (finales del siglo XIX) en que semejante empeño parecía, y así fue tomado por muchos, una quijotada.

Sonia Gonzalo explica muy bien en el programa de mano el contexto que propició aquellas veladas en Keppel Street, el domicilio de los Dolmetsch en el barrio londinense de Bloomsbury, y es más que probable que, si pudiéramos escuchar la música que allí se hizo, quedáramos espantados ante la manera –para el gusto actual– extravagante con que hacían sonar aquellos nuevos viejos instrumentos, del mismo modo que muchos siguen frunciendo el ceño al escuchar a otra pionera, Wanda Landowska, tocar su clave Pleyel, que tan poco tenía que ver con un instrumento histórico auténtico (el ciclo se cerrará el 30 de enero remedando un concierto que dio la clavecinista polaca en el Teatro Español de Madrid en 1905).

El túnel del tiempo nos ha trasladado al 18 de febrero de 1896, a las cinco en punto de la tarde, el día en que los Dolmetsch ofrecieron una velada histórica cuyo programa se ha recuperado en la Fundación Juan March al pie de la letra. El responsable de emularlo ha sido el Dunedin Consort, un grupo escocés que toma su nombre del nombre gaélico de Edimburgo (Dùn Èideann) y cuyo director es John Butt, poseedor por igual de una mente brillante y de unos dedos prodigiosos. Él es uno de los poquísimos músicos de los que puede afirmarse que el musicólogo está a idéntica altura que el intérprete, y viceversa. Otros colegas –Laurence Dreyfus o Joshua Rifkin, de la misma estirpe bachiana que Butt– despuntan más en una faceta en detrimento de la otra, pero él deslumbra por igual en sus conciertos, sus grabaciones y sus escritos. De entre estos últimos resulta insoslayable la lectura de su libro, con un título plagado de dobles sentidos, Playing with History (2002), en el que reflexiona con agudeza y profundidad sobre lo que se ha bautizado como la “interpretación históricamente informada” (HIP, por su sigla en inglés). En él habla, por supuesto, de las “primeras cavilaciones” de Arnold Dolmetsch, nos recuerda las “extrañas discontinuidades” que revela la temprana admiración que sintió por su trabajo Ezra Pound o cómo el músico fue tenido en un principio por un “excéntrico inofensivo”.

Por fortuna, salir a tocar música de Henry Lawes, John Jenkins, Henry Purcell, Johann Kuhnau, Benedetto Marcello, George Frideric Handel, Johann Sebastian Bach y Jean-Philippe Rameau con un clave, dos violas da gamba, un laúd y un violín barroco hace tiempo que dejó de ser una rareza o una excentricidad. Hoy es moneda corriente y nadie se sorprende de ello, si bien la pura confección del programa, la sucesión de obras, sí pueda parecer cosa de otro tiempo y producir cierta sorpresa, aunque no menor de la que suscitaría la fiel imitación de un programa de concierto en tiempos de Mozart o Beethoven. En un programa claramente concebido a la carta, y que el Dunedin Consort había tocado un par de días antes en el Hunterian Museum de Glasgow, lo que más se echó en falta fue precisamente rodaje, aunque hay que admitir que no resulta fácil insuflar coherencia y densidad a un concierto hecho de retazos de aquí y de allá (la soprano Rachel Redmond cantó tan solo un par de melodías de Henry Lawes, por ejemplo).

Pero los grandes siempre regalan destellos de su valía y, en las piezas a solo para clave, John Butt dejó numerosas muestras de su profunda musicalidad, tocando a buen seguro con mucho mejor criterio de como lo hizo Elodie Dolmetsch en aquel concierto doméstico, en su caso con un clavicordio, y recordando en ocasiones a Gustav Leonhardt, al que acaba de rendir pleitesía hace pocos meses en un artículo y cuya incomparable filosofía interpretativa tanto le dio que pensar en sus años de estudiante en Cambridge. El holandés también frecuentó las Representaciones musicales de historias bíblicas, de Johann Kuhnau, el antecesor de Bach en la Thomasschule de Leipzig, aunque a él le gustaba intercalar la interpretación con la lectura de los textos que ilustra la música. El mejor momento del programa fue, sin embargo, una sonata de Benedetto Marcello tocada admirablemente por Jonathan Manson, un músico experimentadísimo que domina por igual el violonchelo barroco (encabezó la sección durante años de la Orquesta Barroca de Ámsterdam) y la viola da gamba (es miembro del prestigioso grupo Phantasm, en el que también toca Laurence Dreyfus). Sonido, articulación, ornamentación, fraseo: la suya fue una breve pero irreprochable lección magistral. Menos interés tuvieron las intervenciones del violinista Huw Daniel, que hizo añorar la presencia de Cecilia Bernardini, colaboradora habitual de Butt y frecuente concertino en los proyectos de mayor envergadura del Dunedin Consort. Daniel toca muy bien, con sentido y sensibilidad, pero sin correr el más mínimo riesgo y con tendencia a una cierta planicie expresiva. En la pieza final del programa, la quinta de las Pièces de clavecín en concerts de Rameau, que homenajea a los Forqueray, a Marin Marais y a la bailarina Marie-Anne Cupis, los tres instrumentistas (Daniel, Manson y Butt) lograron otro de los grandes momentos del concierto gracias a su buen entendimiento y a su dominio de la ornamentación.

De propina, con todos los músicos de nuevo sobre el escenario, nos obsequiaron con Fairest Isle, de King Arthur de Purcell. Esto no debió de sonar aquella tarde de 1896 en Bloomsbury. Pero a estas alturas ya daba lo mismo, porque la buena obra –el recuerdo, el homenaje, la resurrección simbólica del visionario Arnold Dolmetsch– ya estaba hecha.

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