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Ficciones compartidas

El autor se pregunta por qué se levantaron fronteras donde al principio solo había bosques, ríos y montañas

Si coges un avión desde la T4 madrileña y te vas a Lisboa, tendrás que cambiar la hora, tendrás que retrasar una hora tu reloj. Es una hora ganada a la península ibérica. Es una hora inventada por el hombre. Imagino que a los portugueses les pasará lo mismo cuando vienen a nuestro país. Habrá algún pueblo en La Raya en donde en una calle sean las 4, y en la calle de enfrente sean las 5 de la tarde. Allí donde solo había campos, bosques, ríos, colinas, montañas, inventamos fronteras imaginarias. Porque las naciones se asientan en mitos románticos y en creencias fabulosas. Solo existen los árboles y los jabalíes y las piedras y la brisa y las aves.

Si pudiera, derrumbaría todas las fronteras. Y lo haría no por afán libertario ni por sentirme ciudadano del mundo. Lo haría porque las ficciones me causan terror. Pues también es una ficción decir que uno es ciudadano del mundo, una ficción que se dice para corregir otra ficción, la que procede de afirmar “yo soy español”, o “yo soy francés”, o “yo soy ruso”.

La naturaleza no sabe que en un sitio se llama Portugal, en otro España, en otro Francia. Nuestros ritos imaginarios además nos suelen traer problemas reales y sangrientos. Por defender la fe en esos ritos muchos seres humanos perdieron la vida. Miremos los países como si solo fuesen espacio y materia. Qué hermoso sería devolverle a la naturaleza lo que es suyo. Que regresaran el agua, las cordilleras, las nubes, la nieve, el sol. Con el tiempo, me he vuelto un hombre extraño.

Soy capaz de no decir ni una palabra en español si la persona que tengo delante no lo habla. Es por respeto. Porque también las lenguas son imaginarias. Podríamos volver a la mudez como un acto de delicadeza. Si usted no habla mi lengua, enmudezco por delicadeza universal. Con mirarnos a los ojos será suficiente. Llevamos dos mil años de historia imaginaria. No existe el pasado. No existen las naciones. No existen las leyes. No existe la libertad. Nos queman las palabras. Sólo existen el sol y la luna.

Es verdad que nuestros pactos han funcionado, pues hemos creado la civilización. De modo que acepto, subido en mi avión, que tengo que retrasar una hora el reloj, porque mi avión está aterrizando en Lisboa. Y me quito el reloj, y doy comienzo al rito de mover las agujas en una esfera, y conforme van corriendo hacia atrás los minutos, pienso en lo circulares que son nuestras convenciones.

Estoy ahora en Lisboa y me tomo un café. Y caigo en la cuenta de que puedo pagar en euros. ¿Cuántos siglos han tenido que pasar para que nos diéramos cuenta de que podemos compartir nuestras ficciones? Y aunque el euro sea otro ente imaginario, se está mejor si uno lo comparte con millones y millones de seres humanos. Porque lo más triste de una ficción es que sea una ficción solitaria.

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