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Éxtasis en La Maestranza

Morante, El Juli y Roca Rey asumen el peso de la temporada con sus «apariciones» de Sevilla

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El último rabo de La Maestranza lo cortó Ruiz Miguel a un miura en 1971. Y estuvo a punto de arrancarlo Roca Rey el pasado 3 de mayo, pero el clamor popular, el oleaje de pañuelos blancos se frustraron en la severidad  inconmovible del presidente. Le negaba al diestro peruano los máximos trofeos. Custodiaba con asepsia administrativa un tabú que permanece inviolable en 48 años de ortodoxia e intolerancia, igual que ocurre en Las Ventas desde 1972 entre los toreros de a pie.

Podrá discutirse o no el criterio de la autoridad, pero no el delirio que King Roca provocó en los tendidos. Una comunión en la euforia que solo pudieron experimentar en directo los espectadores congregados en el ruedo maestrante. Los televidentes del Canal Toros (Movistar) fueron víctimas de un apagón técnico, de una fatalidad tecnológica -se cayó la señal-, más o menos como si la experiencia de la revelación solo pudiera vivirse en la plaza a semejanza de un rito eucarístico o de una procesión. Vivirla para contarla. O contarla para revivirla. A hombros salió Roca Rey como un paso de Semana Santa, pero despojado del honor de la Puerta del Príncipe.

La había cruzado El Juli 24 horas antes en recompensa a su plenitud. Seis veces seis ha conseguido la proeza -una de ellas frustrada en el hule de la enfermería- y seis veces seis ha logrado asomarse al espejo del Guadalquivir como si el contraluz de Triana en la otra orilla le hiciera sentirse digno de la estirpe de Belmonte. Se ve que El Juli es madrileño, como dice el pasodoble de Marcial, pero ha encontrado el maestro López en La Maestranza un camino de identificación que revienta los estereotipos identitarios, las lealtades culturales y las coplillas de Cagancho: “De Despeñaperros para arriba, se trabaja; de Despeñaperros para abajo, se torea”.

Se hizo incorpóreo El Juli en la faena al garcigrande. Y no porque descuidara la técnica, el temple ni el poder, sino porque los subordinó a la inspiración y al instinto. No se puede torear más despacio. O no se podría si no llega a ocurrir que Morante de la Puebla, cabeza de cartel en el éxtasis julista, sometió entre sus muñecas las convenciones del espacio y del tiempo.

Morante moría en cada lance y resucitaba en el siguiente, tendía los brazos como una Pietà, mecía la fiereza del toro al «relentín». Se lo escuché a José Antonio Campuzano después de haber cuajado un victorino en Madrid. Quería decir ralentí el diestro sevillano. Pero «relentín» es más hermoso y más descriptivo de las verónicas que enjaezó Morante con el mentón hundido y el compás abierto, pureza y ebriedad, temple y desgarro. Todo la tauromaquia en el regazo de su capote.

Hubieran merecido un pasodoble o una sinfonía los lances de Morante. Hubieran merecido una escultura en La Maestranza. Y hubieran merecido mayor euforia en los tendidos. Se diría que la incredulidad prevaleció sobre la pasión. Y que Morante hipnotizó a los aficionados como había hipnotizado al toro. “Cuando cuente tres os despertaréis”, y no fueron tres las verónicas. Acaso cinco, seis, y la media. Ganando terreno. Levitando. Y predisponiendo el canon estético de una feria de abril que es muy poco de abril, mucho de mayo y más todavía de Roca Rey en su ejercicio de tiranía. Poderoso, imponente, estuvo con el “cuvillo” que prentendía arrancarle el fajín. Y templado, templadísimo, estuvo con el “cuvillo” que le concedió tanta clase, bravura y nobleza.

Épico y lírico se desparramó Roca Rey en Sevilla. Arrogante en la plaza. Carismático, maestro de la dramaturgia. Se reconocen en su tauromaquia de dinamita y de terciopelo los rasgos de un torero de época y las urgencias de una época del toreo, ayuna como está de fenómenos que rebasan el templo del aficionado cabal y que trascienden a la sociedad como profeta de un mundo que es antiguo porque es nuevo.

No sabemos cuándo se jodió el Perú, pero sabemos que Roca Rey ha venido a arreglar la Fiesta como si solo pudiera rescatarla la mirada pura de América en un memorable viaje de ida y vuelta. Por eso los pañuelos blancos, más que pedir un rabo, que lo pidieron, identificaban a la muchedumbre arropando la llegada de un héroe de ultramar en el puerto del Guadalquivir.

Morante, El Juli, Roca Rey. La trinidad sevillana, el triunvirato de seda y oro, se han convertido en el cártel y el cartel de la temporada, en el eje gravitatorio de la tauromaquia. Distintos entre sí, muy diferentes, pero implicados en demostrarnos quién torea más despacio. O quién de los tres romperá con la maldición del rabo.

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