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Viaje por los lugares que marcaron a Picasso

La fotógrafa Cecilia Orueta rastrea las huellas del artista por los paisajes en España que influyeron en su obra

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Lejos de la fácil idea de que su proyecto fuese un «Picasso estuvo aquí», la fotógrafa madrileña Cecilia Orueta (1963) siguió durante tres años, entre 2013 y 2015, las huellas del artista malagueño, no solo en la ciudad en que nació el 25 de octubre de 1881 y de la que capturó, entre otros lugares, la pila bautismal en que fue bautizado el hijo de José Ruiz y María Picasso. También, otros espacios en España que «fueron fundamentales para su pintura y que le influyeron», dice Orueta. Así, A Coruña, Madrid, Barcelona y dos pequeños pueblos catalanes, Horta de San Juan, en Tarragona, y Gósol (Lleida), fueron escenarios, con mayor o menor fortuna, para el niño, adolescente, aprendiz de artista y genio. Ese recorrido, en parte real, «en parte ensoñación, con fotografías inspiradas en su pintura y en lo que pudo ser su vida», subraya, componen el libro Los paisajes españoles de Picasso, de la editorial Nórdica.

Antes de lanzarse a disparar con su cámara, Orueta se empapó de las cartas y biografías sobre Picasso, «en las que hay tantos detalles sobre su vida que no se sabe muy bien hasta qué punto son literatura». A las imágenes que tomó –»he fotografiado imaginándome su estado de ánimo»–, les acompañan en el libro los textos de seis escritores y expertos en la vida y obra del padre del cubismo: su biógrafo Rafael Inglada habla de Málaga, donde vivió los primeros diez años de vida y creó sus óleos más antiguos.

Manuel Rivas sigue por A Coruña, Julio Llamazares, en Madrid, y Eduardo Mendoza, en Barcelona. Completan el relato el doctor en Historia del Arte Eduard Vallès, para describir el pasaje en Horta, y el de Gósol es recordado por Jèssica Jaques, investigadora de la obra de Picasso y profesora de Estética y Teoría de las Artes en la Universidad Autónoma de Barcelona. «Yo propuse que fueran esos autores, pero luego tuvieron libertad total, quería alternar textos más literarios con otros más sobre su pintura», explica Orueta. Ella también ella llevaba su guion previo, con las ideas de lo que quería retratar, «pero luego la realidad es caprichosa».

De esta road movie fotográfica por la vida de Picasso, Orueta se queda con impresiones como la que le produjo «encontrar la pensión en Gósol cerrada, anclada en el tiempo», a la que llegaron, agotados, Picasso y su amante de entonces, Fernande Olivier, ambos con 24 años, tras una caminata de ocho horas, explica Jèssica Jaques.

Las olas de A Coruña

Poniéndose en la piel de Picasso, Orueta destaca el mar en A Coruña, por la fascinación que suscitaba en Picasso ver, desde el aula de su instituto, las olas estrellarse contra las rocas. «La ciudad en la que se despertaron mis sentidos», escribió el artista de aquellos cuatro años. Madrid fue, en cambio, «la melancolía de una ciudad invernal», señala la fotógrafa, para un adolescente que se encontró solo, sin dinero, en castigo por saltarse las clases de dibujo en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, y que además enfermó de escarlatina en aquel poblachón galdosiano. Solo le aliviaron de su paso por la capital sus visitas al Museo del Prado «y cuando pintaba en el Retiro, adonde solía acudir».

La reunión con su familia en Barcelona fue pasar de la noche al día, a la luz del Mediterráneo. Allí Picasso hizo amistad con la vanguardia intelectual y artística, y se perdía por el barrio del Born o el Gótico, cuyo ambiente retrata Orueta. Una ciudad que, como describe Eduardo Mendoza, «era un proyecto de París en miniatura, más amable». El libro prosigue por su vivificante estancia en Horta, donde aprendió, como dijo, «todo lo que sabía», una sentencia para referirse a la etapa de felicidad salvaje que pasó junto a su amigo Manuel Pallarès, con quien «había compartido pupitre en la Escuela de Bellas Artes de Barcelona», escribe Eduard Vallès. En aquellos siete meses, el adolescente urbanita aprendió «a hacer nudos, ordeñar vacas o encender fuego al aire libre».

Los paisajes españoles de Picasso se cierra con la fotografía del retrato que el malagueño hizo de Josep Fondevila, el dueño de la posada de Gósol en la que se alojó con Fernande. Es un dibujo inquietante porque el anciano de cabeza sin pelo y mirada viva se adelanta al aspecto que tendría su propio autor años después.

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