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Vente a Hong Kong, Braulio

El verdadero talón de Aquiles está en el humor visual, rodado con desgana

Cada vez que un cinéfilo perdona la vida a la comedia del desarrollismo mentando su valor sociológico, el demonio de la condescendencia sonríe en silencio. Vente a Alemania, Pepe (1971) de Pedro Lazaga sigue poseyendo, sí, un evidente valor sociológico, no sólo como testimonio de una realidad –el fenómeno de la emigración-, sino también como instrumento de identificación y registro de una experiencia a pie de calle de fracaso, frustración y desconexión con los discursos oficiales, hábilmente canalizado mediante los códigos de la cultura popular. En esa película –y tantas otras- no sólo había fórmula, sino también talento: el de unos cómicos que defendían a sus personajes con la misma convicción y eficacia con que, en el cine de la Transición, afrontarían otros registros que el cinéfilo medio dejaría de manejar con pinzas.

Perdiendo el norte (2015) de Nacho G. Velilla tenía claras sus deudas con la película de Lazaga: la presencia de José Sacristán hablaba por sí sola, aunque su personaje se ponía al servicio de unas notas conmovedoras y emotivas que el relato no manejaba con demasiada delicadeza. Su presencia delataba, asimismo, una ausencia –donde Lazaga puso a un exiliado (Ferrandis), Velilla ponía un anciano con Alzheimer- y el tono general de la producción se acercaba más al de una hipermusculada telecomedia de Antena 3 que a la memoria de la comedia popular. Había, en suma, más fórmula que autenticidad. Con todo, la película no dejaba de responder a algo: la reactivación de las dinámicas migratorias sobre un espectro generacional cuya formación marcaba una considerable distancia con la de sus abuelos.

En Perdiendo el este de Paco Caballero no sólo se cambia el escenario –de Berlín a Hong Kong-, sino que también se diluye ese comentario social en favor de una cierta bruguerización de las peripecias de los personajes: cuesta poco imaginarse a las figuras de López, Esparbé, Soto, Bachir, Alterio y Machi dibujadas por Raf o Antonio Segura. Juegan a favor del resultado la fusión de la trama cómica y la romántica y el protagonismo de Julián López -su sobrecarga de carisma podría reflotar un Titanic de la comedia-. La farsa de prejuicios culturales resulta mecánica, así como la perezosa verbalidad bufa de algunos secundarios, pero el verdadero talón de Aquiles está en el humor visual, rodado con una desgana que desluce un clímax final ambientado en los sanfermines y sabotea el lenguaje corporal de Edu Soto.

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