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Una reunión de músicos en un archipiélago frente al Ártico

En un rincón privilegiado de Noruega se ha desarrollado durante toda la semana un festival que potencia la interacción constante entre los intérpretes

En Noruega, la clásica dicotomía entre mar y montaña —aquí casi siempre cogidas de la mano— pierde gran parte de su sentido. La unión es, si cabe, aún más perfecta y pródiga en abruptos contrastes en el archipiélago de las Lofoten, un puñado de islas apiñadas en la costa noroccidental, que se adentran como una cuña en el mar de Noruega por encima del Círculo Polar Ártico. Antes conectadas únicamente por ferri, hoy varias se encuentran unidas por puentes y cuanto se ve en los desplazamientos de una a otra nos hace caer rendidos a cada paso ante la interminable sucesión de prodigios naturales que siguen manteniéndose ajenos al Antropoceno. Simbólicamente, la principal carretera que atraviesa las islas muere en un punto bautizado con el más conciso y críptico de los nombres, Å, la última letra del alfabeto noruego, una suerte de finis terrae geográfico y literario.

Un famoso relato de Edgar Allan Poe, Un descenso al Maelström, está ambientado aquí, en lo que él llama “las costas de Lofoden”. Pero la vorágine que se ha vivido esta semana en las islas no se ha producido en el mar, sino en tierra, y ha sido estrictamente musical, con 14 conciertos celebrados mayoritariamente en pequeñas iglesias (algunas pequeñísimas, como la de Valberg) repartidas por las diversas islas. Henningsvær hace las veces de vórtice, ya que es aquí donde viven todos los músicos y donde tiene su base de operaciones un festival creado por Knut Kirkesæther. En estos 15 años ha conseguido lo imposible: llevar hasta estos lugares recónditos —en los que tener, trasladar y acomodar un piano de gran cola puede convertirse en toda una aventura— un festival coherente y con una muy inteligente y atractiva selección de obras e intérpretes.

La programación alterna entre la música de cámara (años impares) y el repertorio pianístico (años pares) y, con una filosofía similar a la de festivales más veteranos como los de Lockenhaus o Kuhmo, o del mucho más reciente fundado por Leif Ove Andsnes en Rosendal, otro paraíso noruego, se fomenta una estrecha convivencia entre todos los músicos, que viven en modestas casas o cabañas, muy cerca unos de otros, y desayunan, comen y cenan juntos en un sencillo comedor habilitado por el festival. Acostumbrados a una vida itinerante de viajes, actuaciones y hoteles que no deja margen para nada más, instalarse en un lugar (y Henningsvær es un pequeño paraíso) durante varios días promueve la camaradería, las interrelaciones y, de repente, la profesión se vuelve más humana y liberada de sus lastres más incómodos. Al mismo tiempo, la rutina característica de una gira, siempre con idéntico repertorio concierto tras concierto, deja paso a programas diferentes cada día, a una huida de los caminos trillados consabidos y, sobre todo, a colaboraciones con otros instrumentistas o cantantes, que dejan por fin de ser islas (“no man is an island”, escribió John Donne) y se convierten en partes interconectadas de un todo perfectamente trabado.

Hay aquí también una apuesta decidida por presentar obras firmemente instaladas en el repertorio junto a otras mucho menos frecuentadas, una filosofía que se aplica también a la elección de los intérpretes, con un equilibrio entre grandes nombres y otros poco conocidos, pero que pueden acabar deparando grandes sorpresas: la vida musical convencional bascula por regla general entre una reducida serie de intérpretes infinitamente repetidos. Pero en las Lofoten la lógica de los auditorios y las salas de concierto pierde por completo su sentido. El público está integrado en su mayor parte por los noruegos que viven aquí, apartados del mundo, aunque la voz ya ha empezado a correrse y es también habitual ver a personas que han viajado hasta las islas con la intención prioritaria de disfrutar de los conciertos, aunque sin renunciar, por supuesto, a completar la oferta con la inmersión en una naturaleza que aquí campa a sus anchas. De hecho, los conciertos se celebran en iglesias enclavadas en parajes naturales únicos, que al final acaparan también por ello buena parte del protagonismo.

Al comienzo y al final del festival actúan todos los músicos, a modo de tarjeta de presentación y de despedida. Si son largas, no se tocan nunca obras completas, porque la variedad y una cierta ligereza son el objetivo primordial. El pasado lunes se encargó de la inauguración la reina Sonja, que llegó al sencillo Centro Cultural de Svolvær (el único edificio que podría calificarse de auditorio en el sentido convencional) con una falta de boato que no puede dejar de resultar chocante para quienes estamos acostumbrados a aparatosos despliegues de seguridad en cualquier desplazamiento real. Aquí, ni un solo control, un par de relajados y sonrientes policías locales y absolutamente nada más. Y más sorprendente aún fue cuando, hace dos años, vimos llegar a la reina Sonja a un concierto en la iglesia de Buksnes en un coche de alquiler. Su discurso del lunes, en gran medida improvisado, fue tan informal que provocó en varios momentos las risas de los asistentes, que acuden aquí al reclamo de la música, vestidos con toda normalidad y sin ese afán de ver o ser vistos tan presente en muchos festivales de postín.

La gran estrella, probablemente a su pesar, de la programación de este año ha sido el pianista húngaro András Schiff, que ha deparado a su vez muchos de los mejores momentos musicales de estos días. El primero, junto a su mujer, la violinista japonesa Yūko Shiokawa, que sigue tocando admirablemente a los 73 años, sin un solo movimiento o gesto innecesario, con una asombrosa economía de medios y un sonido terso y de altísima escuela. Su Sonata K. 526 de Mozart fue un modelo estilístico que debería enseñarse en los conservatorios: no se miraron durante toda la interpretación, pero después de cuarenta años juntos no lo necesitan pues parecen tocar y sentir como una sola persona. Al final de ese mismo concierto, en la iglesia de Vågan en Kabelvåg (conocida popularmente como la catedral de Lofoten y la iglesia construida enteramente con madera más grande de Noruega), Schiff tocó Bach, una de sus grandes especialidades, en concreto la Fantasía cromática y fuga, una secuela perfecta del previo Cuarteto núm. 3 de Johannes Brahms, ya que fue una de las piezas predilectas del compositor hamburgués, que la incluía frecuentemente en sus recitales pianísticos. Sin apenas pedal, con una pulsación límpida y precisa, con la libertad necesaria en la fantasía y la claridad imprescindible en la fuga, Schiff arrancó tantos aplausos y generó tal entusiasmo entre el público que tocó la única propina que ha sonado aquí estos días: el Intermezzo op. 118 núm. 2. De Johannes Brahms, por supuesto.

Cerró sus actuaciones el viernes con otro de los músicos que lo han acompañado siempre: Franz Schubert. La Sonata D. 850, una de las menos ortodoxas del compositor, volvió a encontrar a un intérprete ideal en Schiff, que la interpretó con mucho más fuego de lo que en él es habitual. Su versión del originalísimo segundo movimiento, Con moto, marcó, quizás, el momento interpretativo más alto de toda la semana de festival. Antes, el jueves por la noche, había tocado en la iglesia de Stamsund el Quinteto con piano de Brahms junto con el Cuarteto Engegård, fundado al calor de este festival en 2006, y liderado por Arvin Engegård, un violinista que, en su condición de director artístico del festival, es también en gran medida responsable de sus bondades. Es un violinista sobrado de recursos, con un talento natural y sólidos fundamentos técnicos aprendidos con el gran Sándor Végh, maestro también en Salzburgo de Yūko Shiokawa. Sin embargo, es enormemente desigual y solo raras veces toca a su mejor nivel, que fue el que sí alcanzó en la obra de Brahms, gracias sin duda a las constantes oleadas de inspiración que llegaban desde el teclado (Schiff no falla ni se desconcentra nunca) y a que la interpretación se adivinaba preparada y ensayada con mucho más cuidado. No fue un Brahms juvenil y fogoso, sino clásico, equilibrado y, por momentos, casi seráfico, como en el Trío del Scherzo.

El Cuarteto Doric ha dejado muestras constantes de gran clase en todas sus intervenciones, aunque lo mejor han sido dos obras cimeras del repertorio camerístico: el Cuarteto op. 131 de Beethoven y el Quinteto en Do mayor de Schubert. Ambas han conocido versiones de enorme intensidad emocional y una extraordinaria modernidad, con varios momentos puntuales para el recuerdo, como la sección final del movimiento lento del Cuarteto y la sección central del Adagio del Quinteto. Aunque es un grupo muy equilibrado, hay que rendirse ante la enorme clase de las dos mujeres: la violinista china Ying Xue y la violista francesa Hélène Clément. Los instrumentistas ingleses, el violinista Alex Redington y el violonchelista John Myerscough, son levemente más desiguales, aunque como conjunto forman un grupo de primerísimo nivel, que debería ser mucho más conocido en nuestro país y que coronó sus actuaciones con una gran versión de The Four Quarters, de Thomas Adès, presentada al público con gran didactismo por Myerscough.

Pero las grandes sorpresas de la semana llevan otros nombres. Por un lado, el Trío con Brio, formado por el pianista danés Jens Elvekjaer y las hermanas coreanas Soo-Jin Hong y Soo-Kyung Hong. Desde que tocaron magistralmente el último movimiento del Trío op. 15 de Smetana en el concierto inaugural dejaron una impresión inmejorable, corroborada en el conceptualmente dificilísimo Trío op. 70 núm. 1 de Beethoven (a pesar de que la acústica de la moderna iglesia de Borge es un tanto ingrata para la música) y en el inusual Trío op. 32 de Arensky, que sonó, sin serlo, a música de primerísima fila, porque todo lo que tocan lo está al máximo nivel técnico y expresivo. Aún no han actuado en España, otro ejemplo palmario del conservadurismo de nuestra vida concertística, muy reacia a abrir el abanico de solistas y grupos de cámara y demasiado atenazado por la dictadura de los grandes nombres. La mejor música de cámara no se escucha muchas veces a los intérpretes de más relumbrón, sino a los grupos más comprometidos con ella. Y la excelencia del Trio con Brio, aplaudidísimo en todas sus intervenciones, ha quedado aquí fuera de toda duda.

La otra gran sorpresa ha sido la de un pianista suizo que tiene todos los visos de convertirse en un grande de su instrumento: Jean-Sélim Abdelmoula. Discípulo de András Schiff, comparte con él su carácter reservado, su intelecto poderoso y su extrema sensibilidad al tocar, nada proclive a los excesos o a los gestos gratuitos. Aquí ha venido para suplir la cancelación en el último momento de Ingrid Fliter y el martes no pudo dejar mejores sensaciones en la Fantasía op. 17 de Schumann, uno de los colosos (sobre todo en términos poéticos) del repertorio pianístico. Supo otorgar a cada movimiento su carácter justo, aunque las mejores esencias las dejó en el tercero, donde apuntó maneras de gran artista, corroboradas el viernes en su manera de tocar la parte de piano de Dichterliebe, otra de las cimas del arte de Schumann. Fue, de nuevo, un Schumann de altísimo voltaje poético, que logró hacerse oír a pesar del canto huero, impostado y artificioso de Johannes Held (también sustituto en el último momento del anunciado Thorbjørn Gulbrandsøy). Si tiene suerte (la competencia entre pianistas jóvenes es feroz), Abdelmoula, del que Schiff ha alabado también en privado estos días sus excelentes cualidades como compositor, parece llamado a hacer una gran carrera: sin alharacas, pero sólida y volcada en los clásicos, como la de su maestro.

El resto de los intérpretes que han tocado durante la semana han sido los pianistas Joachim Carr y Georgy Tchaidze, el clarinetista Anton Dressler, el bandoneonista Per Arne Glorvigen y el Cuarteto Sonoro, integrado por cuatro jovencísimas instrumentistas noruegas, tres de las cuales improvisaron sobre la marcha un pequeño concierto en la playa de Gimsøy a las doce de la noche del martes para celebrar un radiante sol de la medianoche, invisible y siempre tapado por las nubes en la edición de 2017, pero muy presente este año, en el que el festival se ha beneficiado de una insólita racha de buen tiempo y cielos despejados. Han sonado multitud de obras diferentes cada día, con constantes colaboraciones entre los músicos y, forzosamente, con pocos ensayos, lo que, lejos de ser un obstáculo, en un festival como este puede convertirse en acicate para que salten chispazos de emoción inesperados en mayor medida que en los conciertos al uso, a menudo dominados por la rutina o la repetición. Como el protagonista que cuenta su historia al narrador del cuento de Edgar Allan Poe, ante semejante vorágine de conciertos no hay que precaverse, sino, al contrario, dejarse arrastrar por ella y bucear en su interior. Estos días, el Maelström musical se ha producido en tierra, no en el agua. Pero, en las Lofoten, el mar nunca queda muy lejos.

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