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Una familia de pintores dividida por el realismo y la abstracción

Amalia Avia y Lucio Muñoz tuvieron cuatro hijos, pero no compartieron estudio. En el libro ‘La casa de los pintores’, Rodrigo Muñoz Avia cuenta la cotidianidad de la historia del arte

La jornada matinal de la pintora realista Amalia Avia terminaba siempre de la misma manera. Lucio Muñoz, pintor abstracto, se acercaba a la ventana de su estudio y con un par de golpes en el cristal avisaba a su mujer: “¿Comemos?”. “A partir de ese momento, cualquier preocupación de ella por su propio cuadro pasaría a segundo plano”. El recuerdo de Rodrigo Muñoz Avia le lleva ahora a contar cómo diseñaron sus padres los estudios donde pintarían, en su casa de la Calle Avutarda, en Madrid: decidieron comunicarlos por una puerta, que abriría un mundo al otro, del realismo a la abstracción en un paso, en un momento en el que los dos movimientos eran irreconciliables en el mercado del arte español.

“Pues sí, la historia de amor de mis padres transcurrió desde el primer momento entre cuadros, bastidores y pinceles”, cuenta su hijo en La casa de los pintores (Alfaguara). Amalia y Lucio se casaron en 1960, cuando -en plena dictadura- surgen nuevos problemas artísticos, nuevos lenguajes plásticos y se apunta la necesidad de introducir nuevas técnicas alejadas de la pintura tradicional, con otros soportes y recursos, capaces de proponer la lectura del cuadro, más que su contemplación. Es el momento en que el informalismo, con un gesto tan anónimo como universal, lo fagocita todo lo demás. En el último momento, Lucio y Amalia cambian de opinión y le dicen al arquitecto que tapie la puerta, que prefirieron preservar un mundo del otro.

Y a pesar de todo, a veces, a él le daba por asaltar la cueva figurativa de Amalia, donde se dedicaba a recrear el Madrid ajado, sórdido y sucio, para reprocharle algún defecto de alguna sombra o lo que fuera. “Iba muy de profesor con mi madre y ella, al final, se rebeló. No lo dejaba entrar”, cuenta el autor. La casa de los pintores no es un libro de Historia del arte, es una historia del arte, en la que se descubre cómo es el genio sin lavar la cara, lejos del brillo de las inauguraciones o los manuales. O sea, la verdad de la creación, sin retóricas ni alharacas y con una pregunta: ¿pueden conciliarse la vida y la pintura?

Madre y pintora

Cuenta el escritor que cuando su padre abría la puerta de su estudio lo que hacía era “entrar en sí mismo”. El estudio es él. Esas cuatro paredes son el lugar “donde peleaba y se fundía con la materia para transformarla y convertirla en algo nuevo”. La vida, sin embargo, No era tan sencilla para Amalia. Primero debía ocuparse de la “gestión doméstica”. O sea, la compra. Esto le mordía una buena parte de la mañana, antes de entrar en su estudio. Protestaba. Porque era una condena injusta y diaria. “Fue madre de cuatro hijos. Fue mujer de un artista de mayor ambición y reconocimiento, y cuyo ascendiente moral podía eclipsar a cualquiera”, cuenta el hijo pequeño del matrimonio, que la reivindica y la protege. Este libro es un homenaje a ella, a su tesón por alcanzar lo que quería: pintar, pintar, pintar. Lo consiguió, a pesar de la vida.

Porque en la casa de los pintores no hay rutina, ni conformismo, nada es lo común ni lo normal, allí no se dan las cosas por supuestas y nunca falta una visita de artistas e intelectuales que están dando forma al nuevo país que está a punto de emerger. En la casa de los pintores no hay rutina, pero sí libertad y soberanía, mucho trabajo, muchas ilusiones y preguntas. Muchas. ¿Cómo llegar al estudio sin distracciones? Dice Muñoz Avia que en su familia pintura y verdad eran casi sinónimos. Porque Amalia y Lucio buscaron la verdad por dos caminos diferentes: el realismo y la abstracción. Pero, ¿dónde está la verdad? ¿En la pintura o en la vida; en la casa o en el estudio; en la duda o en la convicción; en la pareja o en la familia; en el amor por el otro o en el amor por la pintura? Y sobre todo: ¿cómo escapar de la realidad para encontrar la verdad?

La casa de Lucio —fallecido en 1998— y Amalia —muerta en 2011—es una casa con dos sensibilidades. Lo Muñoz y lo Avia: lo duro y lo amable, el gesto y la mirada, la duda y la convicción. Lo real y lo abstracto. Ella adoraba Madrid, era su gran tema. “De Madrid le gustaba hasta el humo de los coches”, cuenta su hijo. Recorrían en coche la ciudad en busca de alguna esquina o un rincón pictórico, lo fotografiaban y regresaban a casa. Un safari fotográfico del que salía la materia prima de la pintora. Amalia era tímida fuera del estudio y enérgica y confiada en él. Eso le hacía ser muy rápida. “En el estudio su pulsión creativa era tan intuitiva como imparable”, dice Muñoz.

Lucio era más propenso a las dudas en el taller, vivía al borde de la rectificación radical de lo que pintaba. Hacía pasar a toda su familia delante del cuadro terminado para comprobar que no encontraran ninguna forma reconocible en sus amasijos de texturas, en el dramatismo y la brutalidad con la que empleó tablones y listones. Lucio solo quería materia y gesto, las figuras reales se las dejaba a Amalia. Si alguno creía ver un frutero o un hombre barbudo o un insecto entre sus formas informes, el pintor tiraba abajo la obra y volvía a empezar. Mientras, en la habitación de al lado, ella se esmeraba con la regla y el óleo sobre la tabla para hacer el cierre metálico de una tienda perfecto, sucio. Ella lo vendió todo, de él sus hijos conservan gran parte de su obra.

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