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Retrato de un fascista

Ernesto se convirtió en la acera de Roma, entre desfiles con tambores, correajes, pendones, camisas negras y saludos varoniles, como un turista al ver pasar la procesión

En plena confusión ideológica del final de los años veinte, el socialista Ernesto Giménez Caballero abandonó a la sobrina del cura de El Escorial y se casó con una florentina rubia y de ojos azules. Viajó a Roma en luna de miel. Las calles estaban llenas de desfiles fascistas con tambores, correajes, pendones, camisas negras y saludos varoniles. Ernesto se convirtió al fascismo en la acera como un turista al ver pasar la procesión. Desde ese momento el sueño de este iluminado consistió en rastrillar tertulias, redacciones, despachos en busca de un héroe que se prestara a hacer el papel de Mussolini en España.

—Podía ser Azaña. Le conocí en el Ateneo y le escuché algunas veces en sus corrillos del hotel Regina y de la Granja del Henar. Una vez le llamé tirano cuando quiso romper con el mango del cuchillo el gollete de una botella de vino porque el camarero tardaba en hacerlo con el sacacorchos. Yo le propuse que fuera nuestro Mussolini, pero Azaña no era un hombre para la revolución trascendente, era demasiado burgués, oficinista y feo. Después soñé con Indalecio Prieto, pero le faltó genio y heroísmo, nos resultó demasiado bilbaíno con sus gustos por la buena vida. Luego estaba Ledesma Ramos, que era de raigambre humilde, como Mussolini, tenía talento y coraje, pero era muy enteco y esmirriado y encima pronunciaba las erres a la francesa, decía egue, egue, ¿y dónde iba un líder hablando con la egue? No había nada que hacer. En seguida apareció José Antonio. Ese ya era otra cosa, lo que se dice un caballero, aunque le faltaba tener un origen proletario. Dio lo máximo que podía dar un señorito: su vida. Se lo dije el primer día que le conocí: tú eres el cordero de Dios que quitas los pecados de España.

Así andaba Giménez Caballero como un poseso, buscando un héroe de paisano cuando, en un descuido, empezó el zafarrancho.

—El 7 de noviembre de 1936 pude ver a Franco en persona, en el Cuartel General de Salamanca. Antes de entrar en su despacho, en aquel segundo piso del palacio del obispo, me crucé con doña Carmen, que llevaba en el brazo una guerrera militar y un cesto de costura. Al abrirse la puerta Franco estaba de espaldas, leyendo unos informes, de pie ante su mesa, vestido de caqui, pantalón largo y el fajín flojo, que le pendía como un tahalí por el costado. Alzó la cabeza para mirarme. Creí encontrarme con una figura legendaria y bíblica: ¡un rey David! Breve de estatura, pero con una cabeza entre el guerrero y el artista, con ojos de inspirado, como de músico. Y, en vez de los papeles que tenía en la mano, me pareció adivinar un arpa. ¡Franco era David, David en persona, tocando el arpa! Con el doble talento del gallego y del judío.

Giménez Caballero limitaba por detrás con el propio Zeus, por delante con el Apocalipsis total. Durante la guerra recorrió los frentes de batalla pregonando la ira del vengador, subió al púlpito de la catedral de Salamanca vestido mitad de monje y mitad de soldado, pero su momento estelar aun estaba por llegar.

—Fue durante aquella cena, dos días antes de la Nochebuena de 1941, invitado a casa de Goebbels, allí, en Berlín, cuando expuse a Magda, su mujer, mi grandísima visión, la posibilidad de reanudar la Casa de Austria que se había interrumpido con Carlos II el Hechizado. Antes de cenar yo le había regalado a Goebbels un capote de luces para que toreara a Churchill, y en eso Goebbels tuvo que salir porque lo llamó Hitler. Quedé solo con Magda en un salón privado donde ardía una chimenea de leños. Se sentó frente a mí en un sofá de raso verde y oro. Pero luego hizo que me acercara a ella para ofrecerme una copa de licor que calentó con las manos y humedeció levemente los bordes con los labios. En aquel ambiente de ascua y pasión, en una noche alerta de patrullas y alarmas de bombardeo sentí que iba a jugarme la carta de un gran destino, no sólo mío, sino de mi patria y del mundo entero. Entonces le propuse la fórmula para llegar al armisticio de Europa reanudando al mismo tiempo la estirpe hispano-austríaca. Se trataba de casar a Hitler con una princesa española de nuevo cuño, como Brunequilda, Gelesvinta y Eugenia. Sólo había una candidata posible por su limpieza de sangre, su fe católica y sobre todo por su fuerza para arrastrar a las juventudes españolas: ¡Pilar Primo de Rivera! Había que casar a Hitler con la hermana de José Antonio. Al oír esto los ojos de Magda se humedecieron de emoción. Tomó mis manos y las estrechó con las suyas. Y acercando su boca a mi oído musitó el gran secreto: «Su visión es extraordinaria y yo la haría llegar con gusto al führer, pero resulta que HitIer tiene un balazo en los genitales y es impotente desde sus tiempos de sargento. No hay posibilidad de continuar la estirpe. Lo de Eva Braum no es más que un tapadillo para disimular».

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