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Mozart antisistema

Graham Vick se estrella en una producción desnortada de ‘La flauta mágica’ en el Palau de les Arts de Valencia

“Este producto ridículo, rancio y sin sentido (…) sería olvidado y despreciado de no ser por la composición del gran Mozart, pero gracias al talento de este genio, desplegado en esta obra con toda su fuerza, la obra triunfó, con la gente haciendo caso omiso de las tonterías que dicen en sus arengas un moro, un pajarero y una bruja, entregándose por completo a las deliciosas melodías, riéndose de las caricaturas y deleitándose en la magia de la música, lamentando únicamente que tan grandes talentos no se hubieran puesto al servicio de un tema más digno y más noble”. Esta anónima crítica contemporánea del estreno de La flauta mágica en 1791 cobra, al hilo de la producción que acaba de estrenarse en el Palau de les Arts de Valencia, una especial actualidad. Se nota en su tono una admiración incondicional por Mozart y una mal disimulada inquina personal por Emanuel Schikaneder, libretista de la ópera e intérprete del primer Papageno. Nada hace falta decir ahora de uno o de otro, pero sí de este montaje de Graham Vick estrenado el pasado verano en el Festival de Macerata que, como en su día en el Theater auf der Wieden de Viena, ha provocado que se agoten todas las localidades. Nada más entrar en la sala, aun antes de comenzada la función, lo primero que llama la atención es que toda ella se encuentra tomada literalmente por carteles y lemas desplegados desde el proscenio hasta los frontales de todos los pisos superiores: “¡Pensiones justas, ya!”, “No a la violència de gènere”, “Por la defensa de la sanidad pública”, “Prou de desnonaments”, “¡¡Viva la democracia!!”, “Contra la corrupció”, “En defensa de los derechos y la libertad”, “Contra la violència masclista”, “Casa per a tots” y un largo etcétera cuidadosamente bilingüe, por aquello de la corrección política.

En el escenario se ven tres edificios representativos del poder del dinero (un remedo de la sede del Banco Central Europeo), la religión (una iglesia) y el capitalismo (una tienda de Apple) y, a su lado, tiendas de campaña esparcidas por la calle en la línea de las que poblaron el centro de las ciudades el 15-M. Muchos de estos manifestantes se arremolinan y acaban llenando el escenario durante la interpretación de la obertura, tras la cual Tamino, ataviado con chándal y con una bolsa del Valencia Club de Fútbol en bandolera, aparece engullido dentro de la pala de un bulldozer amarillo, de donde lo rescatan las tres damas, convertidas en trabajadoras municipales con monos reflectantes, aunque no se entiende que también ellas salgan de una tienda de campaña. En realidad, ya desde la obertura es difícil entender nada de lo que pasa ni, sobre todo, por qué pasa.

Terminada la ópera, más de tres horas después de comenzada, uno sigue preguntándose el porqué de los carteles, de la presencia del “pueblo” en el curso de la representación y del mensaje último (o primero) que quiere trasladarnos Graham Vick, el director de escena, aquí un mero transgresor sin causa. Tristemente, toda la parafernalia resulta en todo momento accesoria y absolutamente prescindible, pues no aporta un ápice de sentido a lo que cantan y dicen los personajes de la ópera de Mozart, que se ha mantenido, por fortuna, en gran medida inalterado. Pero los cantantes dialogan en alemán, mientras que el “pueblo” les interpela, o les increpa, o les interrumpe, hablando en castellano en un tono incómodamente zarzuelero, sin que tampoco se entienda por qué Sarastro, o Papageno, cambian de repente el alemán por el castellano para replicarles. Se entiende que a fin de poder interactuar con ellos, pero pertenecen a mundos tan diferentes, se expresan en lenguajes y códigos culturales tan distintos y el montaje hace tan poco por acercarlos o por tender puentes entre unos y otros, que no hay situación que no chirríe, como tampoco hay ninguna que despierte risas ante un golpe de ingenio o un alarde de fantasía.

Lo más que puede esbozarse es una leve sonrisa al ver a los tres muchachos aparecer montados en patinetes eléctricos en el primer acto o convertidos en monaguillos en el segundo. Pero disfrazar a Papageno de pollo en su cometido de repartidor de comida rápida, convertir al séquito de Sarastro en un mejunje multicultural de generales, cardenales, patriarcas ortodoxos, rabinos, santones hindúes, magistrados, altos ejecutivos, hacer de Pamina una muchachita boba con un vestidito rosa y largas trenzas, travestir a las tres damas de curas en el segundo acto y un largo rosario de insensateces, no solo no suma, sino que resta, cuenta tras cuenta, hasta que el final gran parte del público explotó y abucheó con fuerza el espectáculo y, muy especialmente, a sus responsables escénicos después de concluida una tediosísima representación, que se cierra con un baile discotequero de todos los protagonistas y el coro que produce casi vergüenza ajena y con la caída simbólica de esos tres edificios representativos del sistema.

Musicalmente, nada hacía indicar que estábamos en un teatro de ópera de primera categoría, o que lo ha sido al menos en años no tan lejanos. Lo mejor, sin ninguna duda, la calidad de la orquesta (aunque tampoco es la que era) y del coro, que evitaron que el naufragio fuera aún a más. Lothar Koenigs, un director más habituado y que ofrece mejores resultados en repertorios actuales, concertó con corrección, pero ofreciendo una interpretación tremendamente plana y, en general, aburrida, cuando no abiertamente anodina. Cuanto mejor o más honda es la música, como en el excepcional dúo de los hombres armados (aquí convertidos no se sabe muy bien en qué), con su introducción instrumental de raigambre bachiana, menos se elevaba la prestación orquestal, que sonaba como anestesiada por el sinsentido que reinaba en el escenario.

Tampoco el reparto podía hacer mucho por reverdecer los laureles de antaño, cuando grandísimas figuras de la lírica aparecían de manera asidua en los repartos del Palau de les Arts. Integrado casi en exclusiva por cantantes muy jóvenes y poco experimentados, ninguno parecía realmente inadecuado para el papel, pero tampoco pudo escucharse un solo momento de verdadera distinción vocal o interpretativa. La ucrania Tetiana Zhuravel fue una Reina de la Noche segura en las agilidades, pero poco dramática o amedrentadora, y el Sarastro de Wilhelm Schwinghammer, trajeado aunque desprovisto de personalidad escénica, no pasó de una aséptica ca corrección. Mejor las tres damas, salidas todas ellas del Centre Plácido Domingo, mientras que el Tamino de Dmitri Korchak y la Pamina de Mariangela Sicilia jamás despiertan nuestra empatía ni nos subyugan con la belleza de sus arias. Mark Stone se esfuerza, y mucho, por ser un Papageno gracioso y agudo, pero tampoco él logró sacar a la representación de la planicie y la absoluta ausencia de humor.

En su famosa recreación cinematográfica de La flauta mágica, realizada en sueco en 1974 en el teatro de Drottningholm, Ingmar Bergman se tomó no pocas libertades, suprimiendo varios números musicales y alterando drásticamente el final del segundo acto, decisiones que podrán ser discutidas por los puristas, pero pocos podrían reprochar al maestro que desvirtuara la doble condición de cuento y reflexión filosófica de la ópera original, o que alterara hasta volverlo irreconocible, como aquí ha sucedido, el espíritu de la obra. Tampoco lo han hecho, más recientemente, los extraordinarios montajes de Barrie Kosky y 1927, un alarde de fantasía y hallazgos visuales que pudo verse en el teatro Real, y Simon McBurney, una maravilla que va cobrando forma casi artesanalmente sobre la marcha y que se estrenó en el Festival de Aix-en-Provence. El problema de Graham Vick es que sustenta su propuesta escénica en una leve ocurrencia –ni siquiera idea– actual y con aparente tirón, queriendo quizá ganarse la simpatía de unos y provocar la animadversión de otros (esa burguesía y alta burguesía valenciana que llenaba la sala en el estreno), pero, nada más comenzar la obertura, todo se convierte en un gigantesco y creciente non sequitur. A una espectadora se le oyó increpar con dureza a voz en grito a todos los participantes en el espectáculo, y en especial al equipo escénico, por “haber destrozado una obra de arte”. No es cuestión de ponerse tan trascendente, pero lo cierto es que esta Flauta mágica es un despropósito de principio a fin que deja muy pocos asideros para el disfrute. Por fortuna, como pensaba el crítico que asistió al estreno vienés y admiró la música y deploró el libreto, Mozart sobrevive y sobrevivirá a esta pócima que ha intentado ponerlo bajo la lupa de Ernesto Laclau y Thomas Piketty. Lo que acabamos viendo está muy lejos de ser un hallazgo o una sabia trasposición temporal e ideológica. Es, simplemente, el héroe clásico convertido, como en el callejón del Gato, en un esperpento.

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