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Los cuarenta también son los nuevos treinta en el rock

Death Cab For Cutie, Suede o Tracey Thorn confirman la viabilidad de un imaginario creativo de mediana edad, que era impensable hace décadas

Posiblemente ya ni se acuerden, pero hubo un tiempo en el que daba la sensación de que los mitos del rock no podrían sobrepasar los 40 años con cierta dignidad. A diferencia de lo que ocurría con los músicos de jazz o incluso de blues, la mediana edad era un tabú. Un anatema. Los Stones, Bob Dylan, Lou Reed o Neil Young estaban en la picota, y aquello de las bandas dinosaurio se convirtió en un lugar común, feliz descripción instaurada por los medios. A todos se nos podía encanecer (cuando no perder) el cabello, criar barriga o mermar considerablemente nuestro tiempo de recuperación ante una monumental resaca, pero la pérdida de vigor físico no era una opción para los viejos rockeros. Y no digamos cantarle a la paternidad: terreno casi vedado.

Cuando se publicó Steel Wheels (1989), la revista Rolling Stone entendió que lo que había estado a punto de llevar al traste la ya frágil alianza entre Jagger y Richards era la delicada cuestión sobre “cómo hacer que una banda de rock and roll lleve su música a territorio adulto”. Casi 30 años después siguen abarrotando estadios, y la funcionarial indiferencia que se profesan ambos músicos por mor de la pervivencia de su marca es la imagen más gráfica del ingreso del género en lo provecto: desde la mediana edad al crepúsculo senil. Huelga decir que ninguno de aquellos mitos que amenazaban declive allá por los años ochenta se desvaneció. Todos renacieron creativamente, y hallaron en su rol de cuarentones o cincuentones un nuevo impulso para renovar su argumentario. Y lejos de fosilizarse, se invistieron de un aura de clásicos que llega hasta nuestros días.

Nadie lo hubiera predicho hace 30 años, pero tanto la estabilidad familiar de la madurez (aquel anhelo doméstico al que cantaba Lou Reed en My House) como el escozor ante la crisis de los 40 (la desazón que reflejaban Faith No More en Midlife Crisis) siguen constituyendo un preciado combustible para músicos necesitados de estímulos inéditos que renueven su credibilidad. Que le pregunten si no a Ben Gibbard, alma mater de Death Cab For Cutie: el de Seattle opta – qué remedio – por la segunda opción, ya que ha sobrepasado la barrera de los 40 lamiéndose las heridas de una doble ruptura, su divorcio de la actriz Zooey Deschanel y el fin de su alianza con Chris Walla, algo que más que su mano derecha. Quizá por eso remata Thank You For Today (2018), su nuevo álbum, con una sentida balada al piano que nos alerta de que “no hay nada elegante en ser un borracho, ni nada virtuoso en tener sesenta años e ir de punk”. Ya sea una pulla velada a un colega de profesión o la expresión de un deseo por envejecer dignamente, 60 & punk (la canción) evidencia que si algo puede carcomer a un músico es la necesidad de adecuar su obra a su edad. Peinar canas con honorabilidad.

En el extremo opuesto, el de quienes emplean subterfugios líricos para que la placidez familiar en la que viven no acabe por amodorrar y destensar un universo de referentes que siempre ha merodeado profundas simas emocionales, se encuentra Brett Anderson: lejos de una ambigüedad sexual y un imaginario de decadencia urbana que podría resultar francamente postizo a sus felices 51 años, ha encontrado en la paternidad –en la aterida visión del mundo a través de los ojos de su hijo, apenas un crío– el salvoconducto para conectar con su propia infancia y enhebrar la inquietante fabulación que sostiene el melodrama ampuloso de The Blue Hour (2018), el notable álbum que cierra la trilogía del retorno de Suede en los 2010.

Observar la vida a través de sus amistades más cercanas también es un recurso empleado con frecuencia – desde la óptica femenina – por Tracey Thorn. La británica ya desveló la cota más emotiva de su reciente Record (2018) con una descripción del postureo sentimental en redes sociales que puede suceder a un traumático divorcio en la desarmante Face. Poco importa que sea pareja estable desde hace casi cuatro décadas de Ben Watt, la otra mitad de Everything But The Girl, con quien tiene tres hijos. Canciones suyas como Oh! The Divorces o Babies acreditan su habilidad para hacer que temáticas tan aparentemente opuestas al tradicional estereotipo peterpanesco del rock fluyan con absoluta naturalidad. Y forman parte de una saga, la de los discos marcados por las cavilaciones de mediana edad, en la que pueden inscribirse sin complejos algunos tan perdurables como Bloodflowers (The Cure), Sound of Silver (LCD Soundsystem) o Further Complications (Jarvis Cocker), en los que sus autores proyectan con brillantez sus miedos ante su condición de cuarentones o incluso cincuentones. Al fin y al cabo, ¿no es el público de mediana edad –al que se dirigen– el que aún sostiene sus ingresos y da sentido a su pervivencia creativa?

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