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Lo normal es estar muerto

La propuesta no mantiene su fuerza en todo momento, pero logra aplicar una nueva mirada sobre ese imaginario de los zombis

El punto de partida de esta heterodoxa entrada en el corpus del cine con zombis propone una rima ingeniosa: el protagonista, Sam, llega al piso de su ex compañera sentimental para recuperar unas casetes que se dejó tras la ruptura. En el piso se está celebrando una bulliciosa fiesta y él es invitado a esperar en una habitación aislada, donde acabará cayendo presa del sueño. Al despertar, a la mañana siguiente, el piso se ha convertido en una suerte de paisaje después de la batalla: ha estallado una crisis zombi y, al contemplar el panorama desde las ventanas y la mirilla de la puerta principal, Sam decide atrincherarse en el lugar… y sobrevivir. El debutante Dominique Rocher no solo propone ahí una equivalencia más o menos facilona entre una fiesta y una plaga zombi, sino que desliza una idea que va a ser determinante a la hora de construir el discurso de La noche devora el mundo: el tipo de individuo con mayor capacitación para sobrevivir y aclimatarse a un Apocalipsis zombi… es el asocial con déficit de empatía que, en la más animada de las fiestas preferiría encerrarse en una habitación.

Basada en la novela homónima de Martin Page, autor de Cómo me convertí en un estúpido (Tusquets), la ópera prima de Rocher intenta sortear los lugares comunes del subgénero, sin terminar de articular una mirada tan acusadamente artie como la del francocanadiense Robin Aubert en Los hambrientos (2017). A ratos, la película se asemeja a una reescritura parisiense de Soy leyenda, de Richard Matheson, aunque, en esta odisea agorafóbica, lo que prima es la aclimatación y la supervivencia antes que el exterminio de la otredad. La propuesta de Rocher no mantiene su fuerza en todo momento, pero logra aplicar una nueva mirada sobre ese reiterado imaginario.

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