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La política es una farsa

La clave de toda la película está en el recurso del inserto: planos ajenos a la acción principal, que llevan el discurso hasta una nueva y fascinante dimensión metafórica y humorística

Paolo Sorrentino y Adam McKay han llegado a la conclusión, cada uno con su particular estilo, de que la política contemporánea es una farsa, de que determinados personajes solo pueden ser dibujados a través de la comedia, de que se debe mantener una cuota de credibilidad, pero que lo esencial es el retrato deformante y caricaturesco de actitudes y situaciones que de otro modo serían poco plausibles a pesar de ser reales.

Coinciden en la cartelera Silvio (y los otros), del director italiano, sobre Berlusconi, y El vicio del poder, de McKay, sobre el exvicepresidente de Estados Unidos Dick Cheney, y ambos acuden al simbolismo, a una sustitución de la realidad por una suerte de espectáculo grotesco. Ya desde el primer minuto, y a través de una serie de frases sobreimpresionadas, casi como en una novela de no-ficción, la película ofrece explicaciones jocosas sobre el modo de abordar la figura de la mano derecha de George W. Bush. Así, McKay, también guionista en solitario, ha compuesto una película que, al mismo tiempo, es un reportaje de investigación y una denuncia, una hipótesis y una comedia desvergonzada. Un trabajo formidable con el que incluso supera la ya excelente La gran apuesta (2015).

Y lo hace con un poderoso lenguaje cinematográfico en el que se acumulan recursos de distintos géneros y hasta formatos. Hay técnicas del documental político contemporáneo; de hecho, el tono utilizado y la continua asistencia de planos y músicas que en principio nada tienen que ver con el devenir de la secuencia recuerdan sobremanera al estilo de Michael Moore en sus diatribas cinematográficas. Y ahí la clave de toda la película, que abarca desde la juventud juerguista y alcohólica de una figura aparentemente gris dentro del organigrama de los republicanos de Washington, está en el recurso del inserto: planos ajenos a la acción principal, que llevan el discurso de la película hasta una nueva y fascinante dimensión metafórica y humorística, sin dejar de hincar el diente al personaje, en sus gracias y en sus desgracias, en sus despropósitos, su desmesura y su puntual calidez.

¿Una película de gente de izquierdas para gente de izquierdas? Ni mucho menos. McKay sabe lo que ha hecho, y ofrece una sobrehumana defensa a su criatura, en el mismo tono procaz, junto a los títulos de crédito finales. Un monólogo mirando a cámara donde el impresionante Christian Bale culmina su recital interpretativo. Más allá de maquillajes, esfuerzos puramente físicos y gestos imitativos, el actor logra plasmar la mirada de Cheney. Y entonces la caricatura trasciende hasta lo más profundo del personaje.

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