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Giorgio Spanu: “Para mí, la palabra ‘coleccionar’ tiene una connotación negativa”

El empresario posee un museo extraordinario de arte italiano en el Hudson River Valley de Nueva York

Comenzó comprando cristal de Murano sin pensar que la conjugación del verbo coleccionar se transformaría en una constante en su vida. Hoy Giorgio Spanu posee Magazzino, un museo extraordinario de arte italiano en el Hudson River Valley de Nueva York, montado en hormigón, estética y funcionalidad sobre los escombros de una vieja fábrica de ordenadores, gracias a la concepción del arquitecto español Miguel Quismondo. La riqueza de la colección que ha desarrollado en paralelo a su trabajo como emprendedor y desarrollador inmobiliario es singular.

En primer lugar, por su obsesiva y apasionante especificidad: arte italiano de postguerra, sobre todo arte povera. Y, también, porque nada de lo mucho que Spanu ha hecho se podría entender sin el impulso de su esposa, Nancy Olnick.

Con perfil bajo y una calidez para narrar y hacer sentir en un interlocutor que nunca lo ha visto un inexplicable aire de familia, Giorgio habla larga y profundamente con EL PAÍS. “Todo lo hacemos en equipo con mi mujer, ¿sabes?”, aclara con entusiasmo expansivo y calma natural.

Spanu regresa a un origen condicionado, primero y en soledad, por la afición al arte moderno y luego, a partir de 1989 ya junto a Nancy, envuelto en un hechizo llamado cristal de Murano y marcado por el descubrimiento de la arquitectura como disciplina artística mayor, por el padrinazgo del gran Massimo Vignelli  –y más tarde de Margherita Stein–, por la adquisición de cerca de 2000 piezas que hablan tanto de la Italia de postguerra como del mundo y de su alma y, ahora sí, por múltiples proyectos con creadores contemporáneos como Vik Muniz.

Un humanista cabal 

Spanu conversa con esa naturalidad de que John Ford se valía para construir mitos y, mientras cuenta su historia, pasea a EL PAÍS en un tour mucho más conceptual que cronológico por ese gran galpón que es Magazzino, donde el arte povera brilla en toda su jerarquía, pese a los elementos deliberadamente pedestres con que ha sido realizado, a través de la fuerza de Michelangelo Pistoletto, de Giulio Paolini, de Jannis Kounellis y de Mario Merz.

Las inquietudes temáticas son, entonces, tan relevantes como las estéticas, y queda claro que, antes que un empresario y un coleccionista exitoso, Spanu es un humanista cabal. Y su esposa –una neoyorquina sin la cual él dice que no “tendría vida”–, expresa de un modo más histriónico esa concepción. “Cuando empezamos con toda esta historia, por supuesto que no imaginábamos que abriríamos, como sucederá pronto, una fundación. En realidad, estamos encantados. Esto ha excedido todas nuestras expectativas, porque en menos de un año más de 25.000 personas ya han visitado un museo que no queda precisamente en el corazón de Manhattan”, afirma ella.

Pero el camino de Spanu es heterodoxo por varias razones, no solo por esta sociedad atípica con su mujer. Él lo sabe perfectamente. Pero reconoce que su recorrido tampoco hubiera sido el mismo sin el aporte sustancial que significó el libro La museología, de Georges-Henri Rivière”. Y acota: “Para mí, la palabra ‘coleccionar’ tiene una connotación negativa. Más que como coleccionista, me veo como una especie de protector temporal de aquello que poseo. Siento el fuerte sentido de la responsabilidad al tener el privilegio de adquirir obras de arte. Por lo tanto asumo la responsabilidad de protegerlas y de asegurarme de que estén disponibles para que todos las disfruten no solo ahora, sino durante varias generaciones”.

Orgullosamente italiano y, por tanto, apasionado por la historia y por la estética, Spanu ve más ventajas que desventajas en el burbujeante y siempre sorprendente mundo del arte contemporáneo, que vuelve a la palestra en forma de récords como el que recientemente batió el británico David Hockney.

“Ocurre que uno de los aspectos más notables del panorama actual es la atención global que suscita y la apreciación que provoca. El número de ferias de arte que se han desperdigado alrededor del globo permite que millones de visitantes conozcan profundamente el mundo del arte sin sentirse intimidados”, declara. Y matiza: “Pienso que el problema es que la escena está dominada principalmente por los incentivos económicos, antes que por la más pura pasión”.

Entre recorridas de museo, anécdotas inolvidables y citas profundas y emotivas, hay tiempo, mientras el fantasma de George Orwell pasea por la habitación, para una pregunta más. Es muy sencilla, pero nada irrelevante.

-¿Qué significa el arte para usted? 

-A primera vista, el arte puede parecer inexplicable y, para muchos, seguirá siendo un auténtico misterio filosófico. De todos modos, yo considero que el arte es la verdad, y que ésta no reconoce fronteras y, por tanto, es universal. Además, el arte sirve para recordarme quién soy. Y creo que, como disciplina, debe encontrar sus raíces en la tradición popular y así transmitir mensajes fuertes desde el punto de vista político y social. Pese a lo cual el buen arte también debería tener la habilidad de inspirar y de provocar. Pero, ante todo, es una experiencia personal. Por ello uno debe recordar que “lo que sostiene al artista es la mirada de amor en los ojos del espectador”.

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