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El divertido monstruo fílmico de 14 horas

El argentino Mariano Llinás presenta en España su monumental ‘La flor’, una entrenida película dividida en seis episodios, que dura 840 minutos y solo puede verse en salas

«La gente vuelve a sentirse al salvo en el cine, como si estuviera en un templo que no desea abandonar. Es la sensación de estar a oscuras, protegidos viendo cosas creadas para ellos de forma amistosa y para divertirles, mientras agrandan su percepción del mundo». Mariano Llinás (Buenos Aires, 1975) defiende así su doble osadía. El cineasta argentino, autor de la estupenda Historias extraordinarias (2008) y guionista habitual de Santiago Mitre, está en Europa acompañando a su película La flor, un filme que no se puede ver ni se verá por Internet en ningún servicio streaming, porque su creador defiende la absoluta necesidad de verlo en una sala, y que dura 14 horas. Sí, 840 minutos. Sin embargo, La flor no es una película festivalera al uso. Todo lo contrario: divierte, atrapa al espectador, se divide en capítulos radicalmente distintos y entretenidos, el mismo Llinás la presenta remarcando cuándo llegan los descansos para poder ir al baño o a comer. «Me asombra que cuando llegan los 40 minutos de títulos de crédito nadie se levante. Es cierto que no son el típico rollo de listado de nombres, pero el público parece querer más», cuenta con una sonrisa.

A Llinás parece moverle una cierta concepción orsonwellesiana de la realización fílmica. Su físico y su manera rotunda de hablar siguen esa línea. Incluso, su afirmación sobre el espectáculo. «Puede que sea más fácil 14 horas que solo dos. Porque a King Kong le llevaron a Nueva York como atracción antes que a otros monos chiquitos. El grande llama la atención. Es un monstruo atractivo y supongo que tiene que ver con eso», reflexiona sobre el tirón festivalero de su La flor. La película se ha proyectado -partida en tres sesiones- en Argentina (en Buenos Aires ganó el festival Bafici), Bilbao (dentro del certamen Zinebi), Santiago de Compostela (en el Numax), esta semana en Madrid (como parte del festival Márgenes), y que sigue su recorrido -al menos en España-, desde ayer en Barcelona (en Zumzeig). En Madrid, la sala se llenó el primer día con 100 espectadores que disfrutaron con el primer y segundo episodio, uno inspirado en la serie B clásica con una momia con poderes sobrenaturales, y el otro un musical con toques de misterio en el que un dúo pimpineliano se cruza con una logia de adictos a la toxina de los escorpiones. A ellos le siguen una historia de espías que acaba viajando por todo el mundo, inspirada en la guerra fría; una reflexión sobre el arte cinematográfico; una versión gauchesca de Una partida de Campo de Renoir y termina con un relato experimental sobre las cautivas, las mujeres blancas raptadas por los indígenas. El primer cuarteto no tiene final -como explica el director en el prólogo fílmico de La flor, el quinto es más clásico y el sexto desentraña algunas claves de lo visto. «¿Soy una película evento? Puede. Pero lo que me gusta es que la gente vaya y se divierta. El chasco sería el contrario: que los espectadores se sentaran a pasarlo bien y les cayera encima un objeto conceptual, de esas que te maltratan con su prepotencia intelectual como audiencia. Películas que son un gesto… intento alejarme de ellas, pero mi mismo metraje ya es un gesto. Llámalo marketing. Sin embargo, eso no es lo importante de La flor».

Cierto. Cuando arranca la proyección, uno deja de acordarse de la duración. «Porque es una proyección a la antigua, como de la vieja escuela, con intenciones nobles», subraya Llinás. «Y de ahí mi oposición frontal a que se vea en otra pantalla. Eso [y señala una televisión a sus espaldas] no es cine». Mientras ha estado una década con La flor, Llinás ha colaborado con Mitre (El estudiante, Paulina, La cordillera): «Lo disfruto, es el mejor trabajo posible, somos muy amigos. En cambio, mis películas son mi pasión, no un trabajo».

En uno de sus arranques, Llinás mueve su cuerpo para subrayar: «Odio el esnobismo, la idea de aburrir ex profeso al espectador. La flor no es dócil, no es complaciente. Por ejemplo, yo no soy radical defensor del storytelling, del contar por encima de todo. Un discurso muy del cine indie estadounidense. Poseo fuerte vocación narrativa, aunque me parece más importante el gusto por contar. Como decía Godard: ‘Todas las películas tienen inicio, nudo y desenlace, pero no necesariamente en ese orden’. Tiene razón. La flor trabaja con mecanismos clásicos del cine, muy hospitalarios, no siempre con sentido ni moraleja». Y eso se daba mucho más en la cinematografía del siglo XX. «Yo ruedo en la provincia de Buenos Aires, mi territorio de caza, que dirían los indios. Y me siento desterrado de este siglo, como muchos de los que nacimos en los setenta, exiliados del mundo actual que no es el propio. Por eso La flor da una mirada romántica de aquella época». Y ahora, ¿qué? «Bueno, bueno, quedan cosas. Ya me he ocupado del siglo XX, es el momento de asomarme al XIX. Y eso trae cosas muy atractivas, como los caballos, un aliado del cinematógrafo que el cine parece haber dejado de lado».

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