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Camino de perfección

Andris Nelsons dirige una impactante ‘Quinta Sinfonía’ de Bruckner a la Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig

Hace poco más de un año, Andris Nelsons nos regaló en el Auditorio Nacional una versión de la Cuarta Sinfonía de Brahms difícil de olvidar. Lo hizo muy pocos meses después de ser nombrado director titular de la Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig, que se apresuró a contratarlo cuando el cisma abierto entre los instrumentistas de la Filarmónica de Berlín impidió que, como tantos deseaban, fuera elegido como sucesor de Simon Rattle. Desde entonces, el maestro letón y su orquesta sajona han profundizado en el conocimiento recíproco y todo apunta a que la interacción de uno y otra va a depararnos muchas alegrías.

En el primer concierto de esta segunda visita madrileña, Nelsons ha abordado una única obra de quien fue considerado justamente en su tiempo como el adversario natural de Johannes Brahms: Anton Bruckner. Aunque Wagner fue su dios absoluto desde que escuchó, literalmente extasiado, Tristan und Isolde en 1865, el compositor austríaco contradijo la funesta profecía de su maestro espiritual –la muerte de la sinfonía decretada en Oper und Drama– y cimentó su fama en un exiguo pero imperecedero puñado de páginas sinfónicas. Estas se han comparado a menudo con catedrales góticas y con la pasión por el gótico y su moderna refundación que se apoderó de la sociedad alemana en el siglo XIX (a la que la música se mantuvo en buena medida inmune). Goethe fue uno de los defensores de establecer una similitud entre el carácter alemán y el gótico, algo de lo que –pensaba– no podían jactarse los italianos y, menos aún, los franceses. Criado en el barroquismo de la Alta Austria y del monasterio de Sankt Florian, Bruckner compuso dos obras destinadas a la neogótica catedral de Linz, construida por iniciativa del obispo Franz Josef Rudigier, uno de los grandes protectores del compositor.

La imagen del Bruckner piadoso, fervorosamente religioso, que anota con esmero en su libreta el número de padrenuestros, salves o avemarías que reza cada día, choca frontalmente con el músico que vería cómo, en su Novena Sinfonía, la tonalidad empieza a deshacerse entre sus manos. El sencillo hombre de provincias, pequeño, acomplejado, dubitativo, ideológicamente ultraconservador, valiéndose de un talento y un tesón fuera de lo común, había ido dando forma poco a poco a un gigantesco edifico estético cuya construcción acabaría por alejarlo de algún modo del pilar básico de su existencia, un Dios omnipresente a lo largo de su vida y a cuya gloria está consagrado su arte. Alejado de las mujeres, sin ninguna presencia constatable en su vida del “eterno femenino” de Goethe, su “amado Dios” –sorprendente dedicatario de su incompleta Novena Sinfonía: “dem lieben Gott”, leemos al comienzo de la partitura– y Richard Wagner –que aceptó la dedicatoria de la Tercera– fueron los encargados de empujarlo a trascender lo terrenal. Pero no puede olvidarse que Bruckner, al tiempo que abrazó la modernidad musical que él veía encarnada en el autor de Parsifal, representaba los valores más tradicionales de Viena, los más reticentes a cualquier tipo de cambios.

Como ciudadano, Bruckner fue también un fiel exponente de la Austria férreamente conservadora y así se manifestaba en su manera de hablar (en dialecto), su vestimenta, sus maneras provincianas o sus gustos culinarios. Fue asimismo, por ejemplo, uno de los abanderados de la creación de una asociación wagneriana que vetaba expresamente la presencia de judíos entre sus miembros, además de un contumaz opositor de cualesquiera ideas de modernidad procedentes de la burguesía liberal y secularizada. No es extraño, por tanto, que Alfred Rosenberg lo tildara en 1933 del ideal de “hombre religioso, paciente, nacionalsocialista” o que el Tercer Reich, con Joseph Goebbels a la cabeza, lo entronizara como uno de los iconos del arte alemán y concediera una generosa subvención para la publicación de sus obras completas “en la forma en que él las concibió”, algo esto último fácil de decir pero extremadamente difícil de llevar a cabo debido al laberinto de revisiones y ediciones que padecieron sus sinfonías tanto por parte del propio Bruckner como de sus posteriores exégetas.

En una carta dirigida a Johannes Brahms, Clara Schumann se refirió a la Quinta Sinfonía de Bruckner como “una obra espantosa, nada más que jirones puestos en fila uno detrás de otro y mucha ampulosidad; y, por si fuera poco, exorbitantemente larga”. Cuando eran los apologetas del austríaco quienes ponían a Brahms en el punto de mira le dedicaban lindezas parecidas, como las escritas por Hugo Wolf sobre la antes citada Cuarta Sinfonía del hamburgués: “Semejantes insignificancia, vacuidad y cobardía moral como las que predominan en la Sinfonía en Mi menor no habían salido a la luz en ninguna obra anterior de Brahms de una manera tan alarmante. El arte de componer sin ideas ha encontrado decididamente en Brahms a su más digno representante”. La época requería antagonistas y, casi siempre artificiosamente, no faltaban voluntarios dispuestos a fabricarlos.

Andris Nelsons ha demostrado que sabe navegar magistralmente por ambos mares, tan diferentes en muchos aspectos, pero también tan concomitantes. Brahms y Bruckner fueron dos clásicos en un mundo romántico: el primero bebe de Beethoven y Schumann; el segundo surgió de los manantiales de Schubert y Wagner. Y ambos encontraron en las formas decantadas décadas atrás por el Clasicismo vienés su hábitat natural. En la Quinta de Bruckner llaman especialmente la atención la introducción lenta del primer movimiento (una rara avis en su catálogo) y el gesto de estirpe beethoveniana del último: un repaso retrospectivo a los temas principales de todos los movimientos anteriores, separados por fogonazos confiados al clarinete de lo que se convertirá poco después en el sujeto de una colosal fuga, seguida a su vez de un grandioso coral. Como manda la tradición secular cimentada por los grandes contrapuntistas, uno y otro tema, de aspecto tan disímil, acaban sonando simultáneamente.

Si damos por buena esa semejanza entre el gótico y las creaciones sinfónicas de Bruckner, en el podio se requiere sobre todo la presencia de un constructor, de un músico que dé forma, consistencia y proporción a unas obras que las poseen intrínsecamente, pero cuya traducción congruente y compacta plantea un desafío mayúsculo para todos. En las palabras de Clara Schumann, reveladoras de una palmaria incomprensión del modus operandi bruckneriano, había algo de verdad: la Quinta Sinfonía puede que esté hecha de jirones, sí, pero el director que pueda y sepa coserlos dará forma a una prenda extraordinaria.

Nelsons empezó con muchas precauciones y el primer movimiento destacó solo por sus cuidadosas transiciones, sin que ni orquesta ni director parecieran suficientemente involucrados en el complejo juego de tensiones característico de la música del austriaco. Lo mejor fueron los pasajes más íntimos, un presagio, al poco confirmado, de que el Adagio podría depararnos mayores cercanía y emoción. El comienzo de su coda fue, aisladamente considerado, uno de los mejores momentos de la versión. Si hace unas semanas veíamos a los músicos de la Orquesta Philharmonia tocar sin prestar gran atención a los confusos gestos de Vladímir Áshkenazi, ahora cualquier observador atento podía ver cómo los instrumentistas de la Orquesta de la Gewandhaus estaban constantemente pendientes del repertorio infinito de gestos de Nelsons, un virtuoso por igual de la batuta y de la no batuta: se la cambia de mano, la esconde bajo la manga, la empuña por el extremo contrario (el de la punta), apoya una mano en la barandilla, dirige con la otra, reduce los gestos al mínimo o los amplifica. Nada parece premeditado, pero todo coadyuva a un eficaz despliegue estético que se corresponde en todo momento con precisas traducciones sonoras.

Los jirones tuvieron más coherencia y narratividad que nunca en el Scherzo, un movimiento incomodísimo de dirigir, erizado de espinas, pero al que Nelsons supo imbuir impulso y sentido, deleitándose una vez más en la intimidad del Trío. Que todos –orquesta y director– están aprendiendo sobre la marcha se puso aquí más de manifiesto que nunca, porque la repetición del Scherzo fue notablemente superior a la primera exposición. Por último, en el portentoso final, un despliegue contrapuntístico por todo lo alto, cada compás parecía apuntar inexorablemente hacia la postrera exposición del coral en la coda, donde las seis trompetas (Nelsons utilizó la edición de Leopold Nowak, pero con las trompetas dobladas) tuvieron su mayor momento de gloria.

La versión fue indefectiblemente a más desde su arranque un tanto vacilante. Orquesta y director están aún conociéndose, o esa sensación transmiten, y la Gewandhaus es más una agrupación clásica y romántica que tardorromántica. Cuerda y maderas lucieron mejores mimbres para este repertorio que los metales, faltos de robustez y, ocasionalmente, de brillo para dar a esta música la densidad que requiere. Pero los solos de flauta, oboe, clarinete, trompa, trompeta y las soberbias intervenciones del timbalero (¡qué pianissimi!) confirmaron que abundan las individualidades de enorme calidad. Nelsons y su orquesta solo necesitan tiempo para que la simbiosis fructifique, para madurar juntos. Los aplausos unánimes de los músicos a su director al final del concierto parecían más que sinceros. Él hizo saludar incluso a la cuerda parcial y sucesivamente por secciones, algo que rara vez se ve en un concierto orquestal, y el de uno y otra tiene todos los visos de ser un camino de perfección. Bruckner es una asignatura exigentísima y quizás han hecho bien en elegirlo para que su relación (este verano tocarán la Octava Sinfonía en varios festivales europeos) crezca sobre unos cimientos firmes. Igual que una catedral gótica antes de que sus agujas apunten hacia el cielo.

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