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Buñuel y los relojes suizos

Contados están los días en que el hombre vulgar pueda gozar del silencio de manera gratuita

No sabía cómo se llamaba la iglesia de St. Gallen en la que entré. Los nombres alemanes me resultan inasumibles, dadas las facultades menguantes de mi cerebro, cada vez más deteriorado por la edad y por los disgustos indeterminados. Tampoco sabía si esta ciudad suiza en la que me encontraba se llamaba St. Gallen o San Gallo, pues vi en Internet el uso de ambos nombres. La misma duda tuve cuando dos días antes visité la ciudad de Basilea, a la que aquí llaman Basel.
Lo que sí supe de inmediato es que se estaba bien dentro de la iglesia. Me pude sentar en un banco mullido. No había nadie en el interior, lo que me permitió disfrutar del silencio, algo que escasea en todas partes, algo que en años venideros será un artículo de lujo. Contados están los días en que el hombre vulgar pueda gozar del silencio de manera gratuita. Qué sería de las viejas ciudades europeas sin las iglesias y las catedrales.

Siempre desconfío de la datación de la arquitectura histórica. Cuando me dicen que tal iglesia es del siglo XVI, yo desconfío. Cuando me dicen que es del siglo XI, entonces ya creo que me mienten. Más allá del siglo XIX mi inteligencia se desvanece. Salí de esta iglesia silenciosa y me fui a otra, mucho más grande, donde ya sí había turistas haciendo fotos. Me llamaron la atención los confesionarios, porque anunciaban el nombre del sacerdote que ofrecía la confesión. Pensé en qué tal quedaría mi nombre en uno de esos carteles. Eran confesionarios decimonónicos, de madera labrada, con esculturas de angelotes, y cortinas gruesas, de color verde. Aparté con mi mano las cortinas y pregunté: “¿Hay alguien allí?”. Entonces recordé a Luis Buñuel, supuse que padecía el síndrome Luis Buñuel, que consiste en convertir el dogma religioso en una suerte de comedia privada, en donde siempre hay un anhelo de belleza. Me hubiera quedado a vivir en uno de esos confesionarios de la catedral de St. Gallen, en la enigmática Suiza. Estaba ya oscureciendo cuando me subí a un tren.

Cuando llegué a Zúrich me tomé un café en la estación central, y disfruté del claro e inamovible nombre de Zúrich, porque a Zúrich no le pasa como a St. Gallen o a Basilea. Luego, camino de mi apartamento, fui mirando las relojerías. Porque en Zúrich todo son relojerías. Pensé en los talleres en donde se fabricaban esos relojes de marcas famosas. Pensé en turnos de siete horas. Pensé en obreros muy cualificados, una suerte de obreros del tiempo, especialistas en diminutas maquinarias que miden los días que nos quedan. Todos los relojes que veía en el escaparate tenían precios imposibles.

Hace ya unas cuantas décadas aparecieron los baratísimos y populares relojes de cuarzo japoneses, y se democratizó la medición del tiempo. Pero a mí no me basta saber con precisión qué hora es. Deseo ver la hora dibujada en una hermosa esfera de oro, que dé dignidad y un poco de belleza al tiempo que me queda.

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