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Un sorbo de globalización en el otro Brasil

La apertura de una heladería de McDonald’s revoluciona un arrabal de São Paulo a kilómetros de cualquier oferta de ocio

El entorno del supermercado Negreiros es uno de los grandes centros neurálgicos de Cidade Tiradentes, un arrabal de residencias baratas a las afueras de São Paulo. Aquí se lleva a cabo la principal actividad social de este desolado barrio dormitorio: hacer la compra, pasearse por el patio que hay ante la entrada del súper, y dejarse ver por los demás vecinos que también dan vueltas entre los seis quioscos allí instalados. Uno sirve pinchos morunos; otro es una peluquería de a 15 reales (menos de 3,50 euros) el corte infantil; otro, un chiringuito que vende maíz, refrescos y el omnipresente pão de queijo; hay un puestecito de reparación de móviles y otro de duplicado de llaves.

Y luego está el sexto quiosco. El que llama la atención porque es blanco y reluciente de puro nuevo, el que desde que se inauguró el 12 de noviembre, siempre tiene cola; clientes que se hacen selfies antes de recoger la mercancía con gran ceremonia. El de los helados caros. El McDonald’s.

“Nunca había visto nada así”, se asombra Junior, que hace copias de llaves. “Tengo 26 años y trabajo aquí desde los diez, cuando me traía mi padre. Y nunca vi un lugar que tuviese colas desde que abrió. Nunca en 26 años”. Añade, señalando a la archiconocida M amarilla: “Y sabes por qué vienen, ¿no? Por la M. Helados aquí siempre ha habido y más baratos Pero vienen por la M”. Cuestan hasta 8,9 reales (1,90 euros).

Esa es la noticia: McDonald’s ha abierto un puesto de helados en un modesto barrio obrero a las afueras de São Paulo y es un éxito. A primera vista, no hay más. Pero ese éxito resulta, además de inesperado, ilustrativo de una realidad muy brasileña. Cidade Tiradentes es, como mínimo, un lugar sin las franquicias que triunfan en tantas grandes ciudades. Las gasolineras no son Shell ni Petrobras, son Boxter; las pizzerías son Super Star y no Domino’s. Así es este enorme barrio de 211.501 vecinos, erigido en los setenta para alojar a los obreros que sustentaban el brutal crecimiento de São Paulo. Un lugar a 40 minutos en coche de la última estación del enorme metro de la ciudad, que es, por así decirlo, de marca blanca. Esta cara B de la ciudad más rica del país es, como Brasil, enorme en extensión y se siente pequeña en reconocimiento.

Lo que ocurre en Cidade Tiradentes ocurre en el resto de Brasil, un país enorme en extensión y desigualdad, donde buena parte del capital cultural y comercial se concentra en unos pocos kilómetros cuadrados de un puñado de ciudades. Esas zonas no se diferencian demasiado de ciertas calles de Londres o París. Pero luego están las otras, los satélites que hacen posibles esas ciudades. En Rio de Janeiro, el 46% del ocio se reúne en tres barrios (el centro, Botafogo y Barra Tijuca). La ciudad de São Paulo, capital cultural y económica del país, tiene 96 distritos: en 60 no hay museos y en 40 no hay cines. Salvador de Bahia, la tercera gran ciudad del país, está igualmente rodeada de cientos de barrios periféricos que todavía aguardan ser homologados por la globalización.

Todo ocio queda lejos

Por eso este minúsculo quiosco coronado por una gran M amarilla significa tanto en Cidade Tiradentes. “Los niños de aquí ven que los padres salen a trabajar a las cuatro, cinco de la mañana, para ir a trabajar a lugares que están a hora y media, dos horas de sus casas”, explica Mariana Pimentel, de 28 años, profesora de inglés en la zona. “Toda actividad de ocio queda lejos. Si quieres ir al cine o a un centro comercial, tienes que coger un autobús, pagar cuatro reales de ida y otros cuatro de vuelta, que aquí ya es un dinero, y pasar una hora de trayecto. Si te aíslas del mundo, ¿a que te comprarías algo por Amazon? Pues aquí no llega el correo. Hay que ir a la oficina de Guaianases [a cinco kilómetros], que es un infierno porque tiene la cola de dos ciudades”.

Pero llegó el McDonald’s. No para servir hamburguesas, sino en un quiosco de 10,3 metros cuadrados que solo vende helados; una modestísima parte de una expansión por todo São Paulo en la que la multinacional ha invertido 1.250.00 millones de reales (258 millones de euros).

Por primera vez en la historia de Cidade Tiradentes hay en sus calles algo que se encuentra en la Avenida Paulista, en el aeropuerto internacional y en la Quinta Avenida de Nueva York. “Cuando estaban instalando el quiosco, había una conmoción, no solo en mis clases sino en las redes sociales. ¿Qué nos van a poner?, ¿Qué será?”, cuenta Mariana. “Cuando vieron la M de McDonald’s mis alumnos se volvieron locos. La gente que vive cerca de la franquicia no tiene noción de lo que significa para la gente que tiene que recorrer kilómetros para ir a uno. Yo he vivido en el extranjero, en París, y sé que McDonald’s es una cosa barata que comes cuando no tienes dinero. Aquí es un lujo. Ir a un McDonald’s es un evento, una ventana al exterior”.

Si está usted pensando (con razón) en la bomba calórica que representan esos McFlurries, o sobre las consecuencias nefastas de la globalización, enhorabuena: seguramente usted pertenezca, como mínimo, a algún tipo de clase media. Hay otra mentalidad, fruto de la carencia, en la que eso es secundario. En varias horas de un viernes, EL PAÍS vio a decenas de clientes que nunca habían probado un McDonald’s en su vida. Susi, de 33 años, llevaba a sus hijos, Vitro de 14, Wesley de 10 y Diogo de 10. “Es viernes, queríamos darnos un homenaje y hemos decidido ver esto”, explica. Pagan más del doble de lo que cuestan los helados en los puestos de al lado.

Osmar, de 37 años, que trabaja en el supermercado Negrerios para la empresa BRF, se emociona: “Yo trabajé cuatro años en un McDonald’s en el centro de São Paulo: lo aprendí todo ahí, es una multinacional, un negocio muy serio. No se puede perder el tiempo”, cuenta con reverencia entre lametazos a su helado. “Nunca, nunca imaginé que tendría uno de estos en mi casa”, sentencia mirando con orgullo el quiosquito.

Narissa, de 14 años, ha conseguido arrastrar a su abuela, María Elena, de 62, y a Braia, de 7, para probarlo. “No me gusta esto de comer en la calle, pero hay que venir aquí y hacer la foto”, gruñe la mujer, que lleva 26 años viviendo aquí.

Nada ha cambiado en el fondo en Cidade Tiradentes desde que llegó el McDonald’s. Sigue siendo un municipio donde la renta media es de 864.000 reales; que tiene el segundo mayor índice de embarazos en la adolescencia del Estado, y uno de los menores índices de árboles en las calles; donde la esperanza de vida es menor que en el resto de municipios (58,5 años, frente a los 81 de Jardins, la zona más rica). No hay museos ni cines. Viven en el noveno país con más McDonald’s del mundo, y en una ciudad que tiene 270 puestos de helados, y ahora uno de ellos es el suyo. En cierta manera ha cambiado todo.

 

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