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Las brasileñas que culpan al Estado de la muerte de sus hijos

Familiares de víctimas de la violencia policial reclaman al Gobierno una indemnización

Maria de Jesus da Silva, mamá de Renayson. Bruna Mozer, mamá de Luciano. Adriana de Farias, mamá de Wallacy. Gláucia dos Santos, mamá de Fabrício. Maria do Carmo Silveira, mamá de Thiago. Luciana Lopes, mamá de Lucas. Ana Paula Oliveira, mamá de Johnatha. Marinete Silva, mamá de Marielle Franco.

Estas brasileñas están de luto por haber perdido a sus hijos, la gran mayoría muertos —muchos ejecutados sumariamente— por policías o soldados del Ejército que actuaban en operaciones de seguridad, como mercenarios o como paramilitares. A pesar del dolor, estas madres eligieron luchar por la dignidad de sus nombres. “Yo financié los disparos que mataron a mi hijo y no puedo soportarlo. Sus sueños fueron robados por el brazo fuerte del Estado”, argumenta la cuidadora Edna Carla Cavalcante, líder de la asociación Madres de Curió. Unidas por la lucha y el dolor, reclaman explicaciones, justicia y una indemnización del Estado, al que culpan de haber matado a sus hijos, bien por la acción directa de sus agentes o por omisión, al no haber garantizado su seguridad. Enseñan que luchar contra el terror estatal es aún necesario.

Un terror que invadió la noche de Fortaleza, la capital del Estado de Ceará (nordeste del país), el 11 de noviembre de 2015. Álef, hijo de Cavalcante, era uno de los 11 jóvenes sin vínculos con el mundo del crimen que fueron asesinados en el barrio de Curió y sus alrededores por 45 policías que querían vengar la muerte de un colega. “Hoy vive a través de mi lucha. Pero yo no quería ser una madre de Curió, preferiría ser solo la madre de Álef”. Diez meses después de la matanza, 44 policías están siendo procesados. Nueve de ellos volvieron a la corporación el pasado abril.

Las historias más visibles están en lugares como São Paulo y Río de Janeiro, ciudades donde las madres que acusan al Estado de la pérdida de sus hijos están más organizadas. “Llevo cinco años en esta lucha. Cuando asesinaron a mi hijo, y asesinaron su memoria y dignidad, prometí que yo sería parte él”, cuenta Ana Paula Oliveira, del grupo Mãe de Manguinhos. Su hijo Johnatha fue asesinado en 2014 por un el impacto en la espalda de una bala disparada por un policía en la favela de Manguinhos, en Río. Y, como suele suceder, la Policía le acusó falsamente de ser un narcotraficante. “Estamos aquí para reclamar una indemnización, pero la principal reparación que exigimos es con la memoria de nuestros hijos. Suelen decir que encubrimos a criminales, pero es el Estado quien lo hace”, sentencia.

Oliveira participa en el 4º Encuentro Nacional de Madres y Familiares de Víctimas del Terrorismo del Estado, que reunió a un centenar de personas entre el 19 y 21 de mayo en la ciudad de Goiânia (Estado de Goiás). El próximo año tendrá lugar en Fortaleza. El encuentro lo organizaron 18 grupos de barrios periféricos y de familias afectadas provenientes de ocho Estados. Un evento de apoyo psicológico mutuo celebrado en una granja. Unos días para rememorarlas alegres infancias de sus hijos, a pesar de las dificultades impuestas por la pobreza; las dolorosas muertes que despedazaron completamente a las familias. Es un dolor que todas conocen y entienden. Y una lucha hercúlea contra una vocación mortífera del Estado brasileño que pocos, a veces ni siquiera los parientes y amigos cercanos, comprenden.

Esa vocación letal se traduce en números. De 65.605 homicidios en 2017, las fuerzas de seguridad cometieron al menos 5.159, según los datos del Instituto de Investigación Económica Aplicada (IPEA) y el Fórum Brasileño de Seguridad Pública (FBSP). Significa que los agentes mataron una media de 14 personas al día. Sin embargo, no todos los Estados calculan de manera fiable las muertes causadas por sus agentes de seguridad. Los expertos estiman que los datos reales son mucho mayores. 

A todos los obstáculos de siempre se suma ahora la marea política actual, desfavorable a lo que reclaman. El presidente ultraderechista Jair Bolsonaro fue elegido en 2018 defendiendo que la Policía puede, y debe, matar. Algo que no es una novedad en Río, el Estado donde los policías más matan —y también más mueren—. En 2018, el Gobierno registró 1.534 muertes cometidas por sus agentes, un récord. Este año, va camino de superarse: de un total de 2.558 homicidios entre enero y mayo, 731 fueron cometidos por agentes, es decir, el 28,6%. Las víctimas también reclaman una nueva política en la lucha contra las drogas. Desde los años setenta el principal enemigo público es el narcotraficante, pero no cualquiera. Para esas familias, esa guerra oculta una política de “genocidio” contra la población afrodescendiente. Da igual si son criminales o no.

Esa percepción se refleja en los datos: en 2017, más del 75,5% de las víctimas de homicidio eran jóvenes y negros. “Cuando mataron a mi hijo, explicaba siempre que él era inocente. Después me sentí mal porque parecía que estaba justificando que la Policía matara a los hijos de otras madres”, explica Oliveira. “No, el Estado no tiene que matar a nadie y punto”. Una comisión parlamentaria concluyó que el 98% de las muertes cometidas por policías entre 2010 y 2015 fueron archivadas. Los tiroteos son la justificación de los agentes cuando matan. Pero no siempre es aceptada. En la Nochevieja de 2014, Fabrício dos Santos tuvo que ir a la gasolinera cerca de su casa, en la favela do Chapadão, en Río de Janeiro. Un coche policial se le acercó. Y desde la ventana un agente le disparó a su cabeza. Limpiaron el lugar, llevaron al joven al hospital y alegaron lo de siempre. Su madre, Gláucia dos Santos, estaba segura de que mentían: su hijo, de 17 años, trabajaba en Copacabana como pintor y nunca había cometido ningún delito. Dos Santos solicitó las imágenes de las cámaras de la gasolinera, encontró testigos, presionó a las autoridades y logró desmentir la versión oficial. “Los policías han sido condenados en primera instancia. Sin los grupos de madres, jamás hubiera pasado”.

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