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Macron busca reactivar su plan de reformas sin desoír a los ‘chalecos amarillos’

El presidente francés trata de mantener el ímpetu transformador que le aupó al poder

Emmanuel Macron afronta un dilema. Debe convencer a los socios europeos y a los inversores internacionales de que, pese a los chalecos amarillos, mantiene el ímpetu reformista que le llevó al poder. Al mismo tiempo, se ha comprometido a escuchar las reclamaciones que sus conciudadanos plantearán en el llamado “gran debate nacional”, un experimento de democracia de base que puede acabar frenando las prometidas reformas. De cómo resuelva el dilema dependerá en parte la salida de la crisis y el resto de su mandato.

La operación reconquista de Macron ha comenzado. La semana pasada, participó en dos debates con alcaldes, uno en la región de Normandía y otro en Occitania. Se trataba de poner en marcha el “gran debate nacional” y también de demostrar que no ha perdido su talento oratorio ni su voluntad de escuchar a la Francia de las ciudades medianas y pequeñas donde, a mediados de noviembre, estalló la inesperada revuelta de los chalecos amarillos.

Ayer, el marco y el auditorio eran bien distintos. El presidente recibió en Versalles a 150 dirigentes de las principales multinacionales, los amos del capitalismo global que, en ruta al cónclave de Davos, hicieron escala en el imponente palacio real en las afueras de París, símbolo del Antiguo Régimen y de la monarquía autoritaria, pero también del poderío nacional francés y de su irradiación universal.

El mensaje de Macron a los jefes de Microsoft, Uber, JP Morgan, General Electric, Coca-Cola, Allianz, BMW, Bayer, Bosch, Samsung, Toyota, Alibaba, entre otros, fue que las reformas estructurales continúan, que los chalecos amarillos no han reducido su capacidad de gobernar el país y que Francia sigue siendo un país atractivo para invertir. El presidente cree que, en lo fundamental, el diagnóstico de los chalecos amarillos sobre el estado de Francia es similar al que él hizo en la campaña electoral hace dos años, y que la revuelta ha hecho aflorar problemas —desigualdades territoriales y sociales, merma del poder adquisitivo de la clase media— que llevaban décadas gestándose. La reforma del seguro de paro, del funcionariado y de las pensiones —próxima etapa en el programa reformista— siguen en la agenda.

El mensaje a los franceses ha sido, en líneas generales, semejante. “Mantenemos el rumbo” es una frase que Macron y sus asesores no han dejado de repetir en las últimas semanas. Pero en Francia el mensaje es más matizado: no hay tabúes en el “gran debate nacional”, ha dicho el presidente, y todo está abierto a la discusión. Hoy, cuando este experimento deliberativo de dos meses acaba de arrancar, es imposible saber cuál será el resultado.

El ejercicio, en Versalles y en los debates con los franceses de a pie, es delicado. El presidente quiere persuadir a los amos del mundo,  las élites de Davos, de que es el mismo político liberal —liberal para los estándares franceses— que en 2017 ganó las elecciones con la promesa de transformar, al contrario que sus antecesores, la irreformable Francia.

Cesiones menores

Las cesiones que por ahora contempla el Elíseo son menores. Afectarán a medidas simbólicas pero menores, como la reducción de la velocidad máxima en las carreras de 90 a 80 kilómetros por hora. Por ahora ninguna de sus reformas principales, como las del mercado laboral, ha quedado aparcada, pero los titubeos ante los chalecos amarillos han dado argumentos a los que desconfían de él.

En diciembre, tras varias manifestaciones violentas, Macron dio marcha atrás y anuló la subida del impuesto sobre el carburante. Después aprobó un plan para aumentar el poder adquisitivo para los franceses con salarios más bajos que elevará el déficit presupuestario por encima del límite europeo del 3% del PIB. La imagen que proyectó Francia fue la de un país fácilmente inflamable. La que proyectó Macron fue la de un presidente que, a la primera erupción seria en la calle, flaqueaba. Un presidente, a fin de cuentas, no tan distinto de sus antecesores. El contexto —el auge de nacionalistas y populistas y las elecciones al Parlamento Europeo en mayo— no le ayuda, ni tampoco la incertidumbre sobre el “gran debate nacional” ni la falta de aliados en la Unión Europea.
En Versalles, con varias reuniones bilaterales, coloquios en los que participaron varios ministros y una cena con aires de Estado, Macron puso en juego su fuerza de seducción en el cara a cara. El peligro era alimentar de nuevo la imagen de “presidente de los ricos” que tanto le ha dañado y que es uno de los estandartes de los chalecos amarillos. Al contrario que en 2018, este año no viaja a Davos.

Su respuesta es que son estos “ricos” los que, con sus inversiones, pueden contribuir a sacar a Francia del marasmo. Esto explica la resistencia a ceder en una de las reivindicaciones de los manifestantes: el restablecimiento del impuesto sobre las fortunas. Su supresión, según el presidente, es clave para recuperar el “atractivo” del país.

Los primeros sondeos señalan que, por ahora, el atractivo de Francia no ha sufrido por los chalecos amarillos. Y el sistema francés garantiza que Macron gobernará con mayoría parlamentaria hasta 2022. Hace un año, cuando convocó la primera reunión con los jefes de las grandes multinacionales en Versalles bajo el título en inglés Choose France (Elijan Francia), todo era distinto. El lema era entonces: “Francia ha regresado”. Ahora podría ser: “Todavía estoy vivo”.

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