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‘The End of the F*** World’, brillante y maldita adolescencia ‘grunge’

La nueva temporada de la serie de Netflix es un disfrutable y adictivo retrato de ese momento en el que todo parece, y no es, el fin del mundo

El autor de cómic Charles Forsman nació en 1982. La actriz y guionista británica Charlie Covell, en 1984. Ambos alcanzaron ese punto en el que la adolescencia amenaza con acabar con todo a finales de los noventa, cuando el espíritu grunge había evolucionado. Y sobre ese centro, pivota la manera en que una crudísima historia en viñetas puede acabar convertida en portentosa obra de culto televisiva del indie o el post-grunge de los casi años 20 del siglo XXI.

Forsman es el autor del cómic en el que se basa The End of the F*** World –editado en España por Sapristi–, la serie que ha hecho propia Covell (Netflix) –suyo es el incandescente guion de sus 16 episodios–, en la que un joven e inadaptado aprendiz de psicópata, James (Alex Lawther), se enamora perdidamente de la rarísima Alyssa (Jessica Barden). El deseo, en la descontrolada mente adolescente de James, adopta la forma de un crimen inminente: la idea de la primera temporada era distinguir si ese deseo de sangre, la necesidad de James de matar a Alyssa, era real. Y, pese a ello, Alyssa, que lo odia todo y a todos, se fuga con él en lo que parece un extraño revival de cualquier clásico de los noventa con pareja maldita, una reconstrucción pos grunge del mito de Bonnie y Clyde, pero en su versión encantadora y odiosamente desubicada adolescente.

La narración de Covell, en apretados capítulos de, a veces, únicamente 19 minutos, es pura economía. La hay en los personajes, fascinantemente bien construidos: hasta el último de los pocos secundarios está poderosamente vivo. La hay en los escenarios: en la primera temporada era solo el instituto, el coche, la casa del profesor; en la segunda, el bosque, el coche, el café, la biblioteca de la universidad, casa del profesor, y un motel. Y la hay en el diálogo: lo que se calla es mucho más de lo que se dice. La voz en off a partir de la que Barden y Lawther construyen sus personajes es la mejor voz en off de un producto audiovisual desde la que David Fincher le permitió a Edward Norton en la también adaptación de El club de la lucha.

Son cientos los pequeños detalles que marcan el estilo con el que Covell –y Lucy Tcherniak y Jonathan Entwistle, directores de los 16 capítulos– borda lo que podría convertirse en un subgénero de la comedia negra adolescente, algo así como un psycho folk postgrunge. Entre ellos se encuentra la música que, sorpresa, es obra del ex Blur Graham Coxon, el famoso bajista de la banda que lideraba Damon Albarn, una de las bandas top del brit pop, y que suena en la cabeza del espectador como lo haría en la del narrador, o narradora, que siempre es James, o Alyssa.

Y he aquí la clave del éxito de un artefacto que funde el cómo con el que como pocos: la forma de The End of the F*** World es la de una burbuja existencial tan esquiva y dolorosa como la propia adolescencia y el hecatómbico primer amor. Es un disfrutable y adictivo retrato de ese momento en el que todo parece, y no es, el fin del mundo.

Era difícil estar a la altura de una primera temporada con un final redondo y que, además, era el final de la historia en la que se basaba. Pero Covell ha redoblado la apuesta con la inclusión de Bonnie, un personaje tan extravagante como los que le anteceden, lo que le ha permitido, además de reflexionar sobre la clase de daño que pueden hacerte una madre demasiado presente y un padre del todo ausente, todo esto: señalar la diferencia entre amor y maltrato, desenmascarar (otra vez) al acosador, profundizar en la maldición del yo –la lucha tanto de James como de Alyssa por no resultar inútil, el primero, o del todo insoportable, la segunda, es la lucha contra uno mismo y la condena de la genética– y en la construcción de la (primera) identidad. Y, por último, mostrar hasta qué punto es tranquilizadora la tolerancia entre iguales tan distintos. Todas las veces en que Alyssa repite que Bonnie simplemente “es rara”, y que, por lo tanto, hay que dejarla en paz, y aceptarla sin más, suena a lección que todo el mundo debería aprender.

Ha volado alto Covell y sin red en esta segunda y última temporada –no va a haber una tercera: el final, esta vez, es aún más redondo que el de la primera y la guionista ha asegurado que ya no tiene nada más que decir–. Los personajes estaban tan bien construidos –en buena parte, por la inmejorable interpretación de Barden y Lawther, en especial, Barden, verdadera protagonista y alma de la historia, capaz de convertir en mantra mítico un mero “¿Qué?” – que solo necesitaban un cambio de escenario, y ese aire noventero –hay cosas que son puro Twin Peaks– para volver a edificar una historia de perdición que jamás se da por perdida, sentido del humor macabro, o inteligentemente cruel incluido. En este caso además sirve de rara e insumisa redención.

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