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‘OT 2018’ gala 12: rojo relativo

La actuación de Alba está al nivel de Amaia. Es una actuación de ganadora

A Ben Burtt se le rompió la grabadora y, al pasar cerca de su televisor, el aparato grabó el sonido que emitía el tubo de la pantalla amplificado y distorsionado. Ben Burtt, que era el ingeniero de sonido de La guerra de las galaxias, pensó que quizá podría convencer a George Lucas de que los sables láser de los Jedis (hasta ese momento silenciosos) tuvieran aquel sonido que se convertiría en el sonido de tu infancia. Y es que a veces la historia se forja mediante errores, y esta noche OT ha ofrecido la gala con más identidad visual de su historia gracias a que alguien en la sala de realización ha decidido, presa de un ataque de pánico (o de daltonismo), iluminar todas las actuaciones con 50 focos rojos.

Rojas son las cortinillas en flash que, sin venir a cuento, van interrumpiendo la actuación de Alba. Pero ningún efectismo podría interponerse entre Alba, She Used To Be Mine y el corazón de cada espectador. En cuanto abre la boca, deja de importar su look a lo Bienvenida Pérez porque es una mujer contando su historia. Sin los engolamientos artificiosos que a veces han lastrado sus canciones, Alba se detiene a reflexionar sobre quién era antes y atraviesa todas las emociones humanas: rabia por haberse perdido a sí misma, melancolía porque se echa de menos e ilusión por, al menos, haberse gustado tanto al menos alguna vez. Y cuando la cámara se aleja para crear el momento épico de turno, nos damos cuenta de que solo queremos volver a estar cerca de Alba cuanto antes. Esta es una actuación al nivel de Amaia. Es una actuación de ganadora.

Miki ha ensayado toda la semana con una sudadera de Dharma y acabará la noche como Charlie en Perdidos: a nadie le gustaba que siguiera en la serie, pero al final te daba pena cuando se escribía en la palma de la mano “Not Penny’s Boat”. Miki canta Some Nights acompañado de un coro subido a unas escaleras metálicas similares a las que casi le cuestan la vida a Enrique Anaut y de una batukada, algo que en España sirve igual para una feria de pueblo que para una manifestación por la familia o, en este caso, para suplir la falta de energía de un concursante de OT. Miki parece estar contando los pasos que da en vez de disfrutar del momento. Su madre asegura que en casa “llena mucho el espacio” (a diferencia de como acaba de hacer en ese escenario) y que mucha gente que vive momentos difíciles está deseando que llegue el miércoles. Y tiene toda la razón. A este concurso, con sus altos (Noemí Galera en OT 2017) y sus bajos (Noemí Galera en OT4), siempre regresamos con la misma ilusión que a casa por Navidad: buscando emociones, incluso aunque sean recicladas.

Sabela va vestida de rojo y le saturan tanto los focos rojos la audiencia solo ve un micrófono levitando. Sin embargo, su voz tribal trasciende esa inexplicable puesta en escena inspirada en la cápsula de supergravedad donde Vegeta iba a entrenar en Bola de dragón. Esta es una Sabela distinta que suena como si hubiese vivido tres vidas enteras desde la semana pasada pero, en realidad, es una Sabela por fin libre para cantar lo que le sale de las entrañas. Al menos hasta que le toque Calypso.

La madre de Sabela emite la frase más gallega del mundo (“que pase lo que sea y lo que pase ya pasó”) y Manuel Martos define a los semifinalistas como “unos pedazo de cracks” sirviendo la mayor ración de testosterona que ha vivido ese plató desde que Víctor soltó un aullido tras eliminar a Idaira. Martos también describe a Sabela como “una artista increíblemente completa”, confirmando que no ha visto OT porque Sabela tiene una voz que vuelta alto y bonito, pero completa era Soraya Arnelas, no Sabela. Julia, canta, contra todo pronóstico una canción de amor aflamencada y con cada melisma (una técnica vocal que consiste en meter una cantidad asombrosa de notas donde en teoría solo cabe una) está más cerca de ser elegida para interpretar la sintonía de Amar es para siempre. Su pelo, su voz y su carácter están hechos de los mismos ingredientes (canela, caramelo y amor verdadero) y ha sido capaz de que hasta los que aborrecen su estilo musical y sienten que lleva toda la edición cantando canciones de India Martínez ladeen la cabeza embobados si es Julia quien las canta.

Laura Pausini canta una de esas baladas italianas cuyas estrofas van habladas y cuyos estribillos van gritados a dúo con un hombre que podría ser una estrella de la canción ligera italiana o un secuestrador que la ha intimidado para salir a cantar juntos. Natalia, Alba y Julia cantan Este amor no se toca mirando a todos lados tan incómodas como Whitney Houston al final de El guardaespaldas cuando va a presentar un Oscar convencida de que alguien está intentando asesinarla. Lo único que asesinan estas tres es la oportunidad de hacer un numerazo kitsch, fiestero y descocado al quedar lastrado por una Julia que baila como si estuviese en su primer día de body pump. Y lo que podría haber sido un viaje a la Nochevieja de 1976 acaba en atajo con destino Lunae.

Pero no pasa nada, porque entonces llega Ana Guerra para recordarnos por qué amamos OT. Si en Estados Unidos se escribió que Lola Flores “no baila ni canta, pero no se la pierdan”, Ana triunfa porque es consciente de las tres cosas. En vez de bailar, se toca a sí misma pero se toca convencida. En vez de cantar, susurra con voz de “me estoy haciendo la dormida para que te enamores más de mí”. Y tiene clarísimo que nadie se la va a querer perder. Porque Ana Guerra es de la familia y no hay fan de OT que no esté orgulloso de ella y de cómo se construyó sobre una fantasía de sí misma: no en vano, ha empezado Bajito mirándose en un espejo y luego dejándose atrás.

Todo lo que hace Natalia con Seven Nation Army es una obra maestra. Su técnica es maquinal (canta furiosa sin desafinar, baila como si los bailarines tuvieran que alcanzarla), su actitud es animal: parece que el plató es suyo, que toda esa gente ha ido solo a verla a ella y que, cuando da una voltereta y al volver al suelo mira desafiante a la cámara, es la cámara la que se ha colocado justo donde ella ha querido llevar la mirada. El jaleo atronador de “lo-loro-lo-loro-lo” convierte la actuación en un concierto de estadio (uno en el que todos los asistentes son forofos del Boca Junior) y Natalia, lejos de bajar la guardia, parece hambrienta por destruir las dudas de todos los que cuestionaron sus cuatro dieces de la semana pasada.

Roberto Leal, que a estas alturas ya no recuerda su vida antes de empezar a presentar esta gala, explica que hay problemas con la app para votar pero no pasa nada porque todavía queda Calypso. Qué suerte. Nada de lo que ocurre durante esta actuación tiene sentido, ni Famous diciendo “estamos flamencos, ¿no?” con acento caribeño y acabando con un rap, ni Miki tratando de resultar sexy aporreándose el costado, ni Sabela correteando de un lado al otro con cara de “a mí me da que lo de calypso es una metáfora”. Y al final el público llega a un punto que jamás creyó que iba a alcanzar: echa de menos “tambor, tambor, tambor que llama tambor”.

A quién también echaremos de menos es a Miki, que no solo se va de OT a las puertas de la final sino que se va de OT a las puertas de la final con una camisa estampada de palmeras. Porque, al final, OT se toma mucho menos en serio a sí mismo que sus fans. Y ni siquiera vamos a echar tanto de menos a Miki, porque ¿cuántas canciones tiene para Eurovisión? Él te lo dice cantando: “Un, dos, tres. Calypso”.

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