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Ocho años viendo crecer a los dragones

La experiencia de seguir desde el principio la transformación de una serie minoritaria en un gran fenómeno de masas

Nadie lo vio venir. Eran otros tiempos. En Estados Unidos se producían la mitad de series que ahora. En España no se había oído hablar de Netflix y la invasión de las plataformas online quedaba lejos. No lo sabíamos pero, para 2011, la edad dorada de las series estaba terminando para dar paso a otra era en la que la cantidad y variedad de producción televisiva sería totalmente inabarcable. Eso sí, entonces HBO ya tenía ese marchamo de calidad que se había ganado con Los Soprano, The Wire, A dos metros bajo tierra, Deadwood… Ahora nos traía otra cosa, una con casas en permanente enfrentamiento por un trono, un mundo medieval dividido en reinos y ciertas dosis de fantasía (al principio, poca; luego, mucha más).

Los que no habíamos leído los libros (todavía no hemos dado suficientes veces las gracias a los lectores de Canción de hielo y fuego por guardarse tan bien tantos secretos) nos enfrentamos a Juego de tronos como a una serie más: en este caso con las expectativas altas por todo lo que se decía, pero también con bastante desconfianza. No lo sabíamos pero nos estábamos embarcando en una de las mayores experiencias colectivas que ha regalado la televisión.

La serie no siempre tuvo las dimensiones que tiene ahora. Al principio solo era relevante entre un grupo pequeño de espectadores a los que el resto miraba por encima del hombro. «Son cosas de frikis». Pero poco a poco, se convirtió en una referencia habitual. Los políticos la mencionaban. Todo se podía analizar a la luz de Juego de tronos. Según fue ganando en poderío, acentuó su relevancia.

Ahora, tras su final, es la hora de las confesiones. Quien escribe estas líneas se acercó a la serie con muchas reservas. La tentación de abandonar rondó a lo largo de la segunda temporada e incluso parte de la tercera. Las largas reflexiones, las intrigas palaciegas, la cantidad de personajes, de nombres, de casas… No era (ni es) mi serie favorita. Durante años ni siquiera era fan de Juego de tronos. Se podría decir que fingía serlo para no quedarme fuera. Pero valió la pena insistir. Cuando empezaron a llegar las muertes y las sorpresas, ya no hubo vuelta atrás.

El seguimiento aumentó con cada giro. Con la quinta temporada, pensamos que podía ser buena idea hacer resúmenes de todos los episodios, un seguimiento detallado que ha ido ganando lectores con cada temporada, muy fieles. Sí fue buena idea, por lo visto. También fue la primera vez que Juego de tronos viajó a España para grabar algunas escenas. Vivir desde dentro uno de esos rodajes, aunque fuera solo durante unos brevísimos minutos, fue toda una experiencia.

Entrevistar a los actores. Leer teorías sin parar. Tragarse muchos, demasiados, spoilers. Lo que para otros es diversión y entretenimiento, para los periodistas de televisión es trabajo, y un trabajo muy serio porque mueve a muchas personas. Escribimos de cosas sobre las que todo el mundo tiene una opinión. Y suelen ser opiniones muy fuertes. El ansia por saber, por leer, por contrastar, por teorizar, que ha despertado Juego de tronos nos ha convertido en partícipes del fenómeno, en atizadores de un fuego que se retroalimenta. El inevitable sobreanálisis («no pueden ir tan rápido», «la estrategia militar está mal», «mimimimimi», «tú antes molabas») ha reducido la diversión en algunas ocasiones. No es la primera serie con la que ocurre ni será la última.

El domingo del final de la serie ha sido un día raro para los que hemos trabajado directa o indirectamente con Juego de tronos. Una montaña rusa emocional me ha sacudido de una forma que no recuerdo haber sentido antes con otra serie. Claro, no es la primera, ni será la última. Y cada una es diferente y especial. Pero han sido muchos años juntos con un vínculo muy intenso. Años de trabajo que solo han tenido sentido gracias a los que estábais al otro lado devorando todo lo que escribíamos. Gracias, infinitas gracias por acompañarnos en este viaje.

Ha sido una gozada vivir Juego de tronos tan intensamente. De la misma forma que Perdidos nos cambió la forma de seguir y ver una serie, es posible que la historia de los Stark, Lannister y Targaryen haya sido la última gran experiencia colectiva seriada en televisión. O al menos tardaremos mucho en volver a vivir algo así. Los tiempos han cambiado y ahora vemos las series cuando y como queremos. Stranger Things fue un fenómeno de características muy diferentes. No comentamos cada episodio todos a la vez. No leemos teorías y buscamos información cada semana. Ojalá que dentro de unos años leamos esto y pensemos: «qué ilusos, no sabíamos que lo que venía era todavía mejor».

Juego de tronos ha conectado a personas que no sabían que tenían cosas en común. Se escucha a gente hablando de la serie por la calle, en el trabajo y en la mesa de al lado en un restaurante. Y entre nosotros nos miramos con una sonrisa de reconocimiento. Poniente nos ha unido. Tras ocho años jugando al juego de tronos, la vida después se presume triste y solitaria.

Valar Morghulis. Todos los hombres deben morir, y Juego de tronos también.

Ahora, como dijo un día Jon Nieve, «mi guardia ha terminado». Gracias por la compañía en esta larga guardia. Ha sido un placer.

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