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Wolfram Eilenberger: “Es peligroso creer que la filosofía ayuda a conseguir la felicidad”

El ensayista cruza en su trabajo las obras de Benjamin, Wittgenstein, Heidegger y Cassirer

Como en una de esas novelas en las que todas las piezas encajan, el ensayo Tiempo de magos sitúa las vidas cruzadas de cuatro pensadores (Walter Benjamin, Ernst Cassirer, Martin Heidegger y Ludwig Wittgenstein) en la deslumbrante constelación de la Alemania de los años veinte. Es decir, y según afirma el subtítulo, en La gran década de la filosofía, tiempo que va de la proclamación en 1919 de la República de Weimar al crack del 29. O, en cuanto a producción teórica, del Tractatus logico-philosophicus, de Wittgenstein, a La filosofía de las formas simbólicas, de Cassirer.

El autor, Wolfram Eilenberger, de 46 años, escogió a sus personajes por la vigencia de su pensamiento, además de por su centralidad en la historia del siglo XX. “La filosofía contemporánea hunde sus raíces en aquella época”, explicó ayer Eilenberger en la sede de la editorial Taurus, en una entrevista realizada en inglés con retazos del español que aprendió mientras vivía en Jerez de la Frontera. “Los cuatro son los padres fundadores de las escuelas que aún dominan la discusión: Heidegger, del existencialismo, la hermenéutica y la deconstrucción; Benjamin, de la teoría crítica y la Escuela de Fráncfort. Wittgenstein, de la filosofía analítica. Y creo que los estudios culturales no serían lo mismo sin Cassirer”.

En la elección del marco temporal también tuvo que ver el presente. “Los años veinte se parecen a nuestra época en que fueron tiempos acelerados en los que explotó el mercado de los medios, lo que, sumado al descrédito de las instituciones, generó un montón de eso que ahora llamaríamos fake news”, recuerda el autor. “La globalización se acentuó, y las democracias cedieron al empuje de las amenazas extremistas. Pese a que la fotografía se parece bastante a la actual me niego a establecer un paralelismo con lo que vino después. Eso crea una expectativa, una relación vinculante que implica el fascismo y la destrucción de Europa. Aquello sucedió, pero no tenía por qué haber sucedido. Propongo pensar en los años veinte como quien se inyecta una vacuna”.

La historia de Tiempo de magos arranca en realidad por el final; en Cambridge, en junio de 1929, con “el que tal vez fuera el examen de doctorado más peculiar de la historia”. Hacía 10 años que Wittgenstein había terminado su Tractatus, que hizo de él un pensador tan hermético como influyente, pero carecía del título necesario para poder trabajar (pese a tratar sistemas de pensamiento abstractos, el libro no escatima en el relato prosaico de las estrecheces que atenazaron a sus creadores). Aquel año fue también el de “la disputa de Davos” entre Cassirer (el judío creyente en el poder igualitario de los signos) y Heidegger (el antisemita autor, dos años antes, de Ser y tiempo). Aquellos eran días en los que la estación suiza de esquí no servía de punto de reunión de los poderosos del mundo, sino que albergaba seminarios que reformulaban la pregunta kantiana de “¿qué es el hombre?” a la luz de Darwin y de las teorías de Einstein. El encuentro sirvió para enfrentar a ambos pensadores, así como para certificar la crisis de la filosofía académica y la desmembración de la conciencia moderna y del sentido del tiempo.

Eilenberger entrelaza relato vital e historia de las ideas con un admirable pulso narrativo y sin caer en el biografismo, a base de masticar para el lector poco entrenado algunas de las cumbres más temibles de la filosofía del siglo XX. Al mismo tiempo, otorga a cada uno de los protagonistas su ración justa de construcción mítica: ahí está Benjamin, dotado de un extraordinario talento para tomar siempre las decisiones vitales equivocadas (“Era un Weimar de un solo hombre”); Wittgenstein, cachorro de la Viena más acomodada que renunció tras volver de la I Guerra Mundial a la riqueza familiar para reinventarse como maestro rural; Heidegger, su turbulento matrimonio y las feroces tormentas, también de ideas, en la célebre cabaña de la Selva Negra; y Cassirer, el más convencional (y más viejo) del cuarteto, “el único al que la sexualidad no alteró seriamente la existencia, y el único que jamás sufrió una crisis nerviosa”.

Fútbol e ideas

Este libro es la culminación de la exitosa carrera de un autor, filósofo de formación, que navega entre el periodismo y el ensayo a base de conectar “las ideas académicas con el gran público”, en la tradición alemana de los suplementos culturales que no rehúyen la teoría y de divulgadores filosóficos como Rüdiger Safranski. Columnista de periódicos, donde también escribe de fútbol (a la intersección entre deporte y filosofía llegó a través del camino abierto por “los artículos de Javier Marías y las crónicas de fútbol en EL PAÍS”), Eilenberger fue director durante siete años de la versión alemana de la revista Philosophie, que cuenta con una tirada de 70.000 ejemplares. “Es innegable que hay un interés creciente en el pensamiento. Tal vez se deba a la situación política”, admite el escritor. “Ahora bien, conviene no confundir la filosofía con la autoayuda. La filosofía no ayuda a conseguir la felicidad. También me preocupa su banalización. Desconfío de quienes dicen que es posible explicar a Wittgenstein en 10 minutos. También creo que pedir a un pensador soluciones reales es peligroso, y Heidegger [que simpatizó con el nazismo] es el ejemplo perfecto”.

Pese a las modas, Eilenberger considera que vivimos en una época “pobre en términos de producción filosófica”. Sobre todo en Alemania. “La década de los veinte fue la última en la que la lengua de la filosofía fue el alemán. Hoy es el inglés por razones que tienen más que ver con el mercado que con la potencia de las ideas. En la historia de la filosofía hay épocas cumbre, como los veinte, y épocas valle, y la nuestra es de las segundas. Parte del problema tiene que ver con la universidad, en la que enseñan la filosofía como una ciencia. La pobreza que vemos en la escena filosófica actual en Alemania se debe también a que el país nunca se recuperó de la desaparición de la gran tradición cultural judía alemana”.

¿Y qué opina de la última estrella del pensamiento de su país, el coreano Byung-chul Han? “Es demasiado dramático. Me recuerda a un pájaro carpintero que incide continuamente en una porción muy estrecha de un tronco muy grueso. Encontró un tema y desde luego tiene un estilo, basado en un alemán que, como extranjero, emplea con bella simplicidad. Dicho lo cual, creo que ya es hora de que cambie de asunto”.

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