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“Vivimos un tiempo frenético, pero en el siglo XIX creían lo mismo”

La autora australiana que ha conquistado a 11 millones de lectores regresa a la ficción con ‘La hija del relojero’

La obsesión de Kate Morton por los objetos con alma del pasado le viene de niña. “Mi madre vendía antigüedades. Yo estaba acostumbrada a pasearme por la tienda y probarme guantes o escuchar música en gramófonos”, comenta. Y demás artilugios no de mucho tiempo atrás. En Australia, la época victoriana es algo así como una enigmática arqueología. Pero supone un estilo de vida en el que Morton quedó atrapada entre los trastos de la tienda familiar. No sólo por los adornos, los muebles, los decorados o los vestidos, también por su literatura, como bien demuestra en su última novela: La hija del relojero (Suma).

En busca de ese aroma se trasladó con su marido y sus tres hijos a vivir durante una temporada a Londres. Y en lugar de estiradas damas tomando puntualmente el té de las cinco, se ha encontrado la histeria del Brexit. “Si tuviera que describir esta época, la definiría como frenética. El mundo anda en un estado tumultuoso y acelerado, la velocidad de los acontecimientos nos crea demasiada incertidumbre. Pero en el siglo XIX creían lo mismo”, asegura la autora.

Kate Morton: 11 millones de libros vendidos en todo el mundo. “Eso dicen…”. Sonríe. Y sin obsesionarse con el ritmo. Sí con la trama y con la construcción de sus novelas, auténticos artefactos de orfebrería para lectores en masa. “En la literatura decimonónica encontramos la arquitectura de la novela actual, el gusto por el detalle que va conformando cada atmósfera propicia para adentrar al lector”, afirma.

Lo sabe bien porque tiene un doctorado sobre la novela trágica de Thomas Hardy. Y con esos hilos, acompañando a su talento para la conexión global, ha tejido, entre otros títulos: El jardín olvidado, Las horas distantes, El último adiós o ahora La hija del relojero: “Es una novela sobre el tiempo”, dice. “He cumplido ya 42 años y me ha llegado la hora de mirar con más calma hacia atrás, a la infancia”.

Puede que sus tres hijos varones también le conduzcan a ello: “Yo crecí rodeada de mujeres. Hermanas y tías. Ahora estoy en medio de una isla masculina. Es algo desconocido para mí, pero fascinante también”. Sus hijos han venido al mundo en quinquenios perfectamente trazados: “Tienen 15, 10 y 5 años. Me gusta esta etapa adolescente del mayor. Hemos aprendido de él una determinación y un inconformismo admirables que me gustaría a mí haber tenido de niña o adolescente”.

Tanto bullicio no le afecta para trabajar: “He combinado mi maternidad con la escritura desde el primer libro. Para mí resulta natural. Me puedo concentrar. Debo aprovechar cada momento libre, pero una vez me adentro en una historia, ésta viene conmigo donde quiera que vaya. El libro convive en mi interior y se va procesando”.

Hasta que lo culmina en tres etapas diferenciadas sin ficciones de otros que la distraigan por medio: “No leo novelas cuando escribo. Sólo ensayo y poesía”. Las etapas de elaboración delimitan claramente el trabajo. “La primera es la que prefiero. La llamo la del cuaderno. Ahí la imaginación no tiene límites, ni estoy sujeta a las palabras con las que quiero definir la historia y los personajes. Esa es la segunda parte, para mí la más dura, la de la redacción. Y por último, la de corrección. Aunque soy muy perfeccionista y puedo dar la vuelta a seis o siete versiones, es la que más me gusta detrás de la del cuaderno. Trato de esculpir el libro, esa es la expresión correcta: darle forma definitiva. Refinar y refinar”.

Así intenta en cada novela unir la línea del tiempo mediante el carácter y el espíritu de los objetos: “Es esta última más que en ninguna. Lo he intentado en todas, pero en La hija del relojero de una manera consciente. Deseaba relacionar las diferentes historias que habían convivido en una casa a lo largo de 150 años. Asuntos que parecen invisibles pero andan presentes o resultan cruciales para aliarse al final y resolver la trama”.

Su tendencia a la melancolía le ha ayudado: “Me gusta ponerme en el lugar de aquellos que vibraban en su presente con la misma pasión que nosotros lo hacemos ahora”. Quizás con una ansiedad multiplicada, que en cierto modo nos ciega y no nos deja ver la esencia de lo que ocurre. “Quizás, pero no creo que muy alejada de aquellos que en el siglo XIX temieron la industrialización como nosotros a la invasión de la tecnología. Así empezó todo esto. Me pongo en el lugar de quienes vieron como las máquinas invadían el trabajo para la producción en masa y destrozaban la artesanía. O como las vías y el tren hacían que las gentes de aquel tiempo se preguntaran si toda esa velocidad de las locomotoras les iba a afectar a la salud”.

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