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Verdi en París frente a los ‘chalecos amarillos’

Calixto Bieito y Fabio Luisi transforman ‘Simon Boccanegra’ en un psicodrama intenso y refinado en la Ópera de la Bastilla

“Irrumpe la multitud”, marca la didascalia. Un coro, enfervorecido y amenazante, rodea a un mandatario durante una reunión con sus consejeros. Y clama: “¡Venganza! ¡Venganza! ¡Venganza! ¡Que corra la sangre del asesino!” Sucedió anoche en París. Pero esa multitud no vestía chalecos amarillos, sino ropa de calle. Y el mandatario no era Emmanuel Macron, sino una versión actualizada, pero también en apuros políticos, de un dux genovés del siglo XIV. A veces, la ópera y la realidad van de la mano. Fue el momento más impresionante de una memorable función de Simon Boccanegra, de Verdi, en la Ópera de la Bastilla. Un final del acto primero con la misma tensión dramática que se respiraba ayer por las calles de la capital francesa, atemorizada ante los violentos altercados, anunciados para hoy sábado, por los llamados “chalecos amarillos”.

Quizá no haya un título más apropiado, dentro del extenso catálogo de Verdi, para reflexionar sobre la situación actual de desafección política. Simon Boccanegra está basada en el drama homónimo del dramaturgo español Antonio García Gutiérrez, que surgió, en 1839, dentro de un país conmocionado por la discordia civil de la Primera Guerra Carlista, y que Verdi transformó en ópera, en 1857, vinculada al contexto del Risorgimento. Su estreno en Venecia fue un fracaso y pronto desapareció del repertorio. Pero renació, en 1881, tras una profunda revisión del libreto de Arrigo Boito, y casi un tercio de música nueva. No obstante, sigue siendo todavía hoy un título controvertido donde conviven, de forma sorprendente, la mayor parte de los planteamientos musicales tempranos y tardíos de Verdi con una compleja trama donde se mezcla lo histórico, lo político y lo sentimental. Giorgio Strehler, responsable escénico de la definitiva consolidación de este título a comienzos de los setenta, y también de su estreno en la Ópera de París, que no se produjo hasta 1978, lo definió lacónicamente como “un grande, complicado y artísticamente ordenado desorden, que es como la vida misma”.

El desencanto político

Verdi desterró, en su referida revisión, el tono tétrico de la primera versión, en favor del colorido instrumental y la concisión vocal, que después encontraremos en Otello. Pero añadió, además, un poso de desencanto político, que siguió a la unificación italiana. Lo escuchamos, precisamente, en ese final del primer acto, con la imponente Escena del Consejo, donde el protagonista invoca la paz citando a Petrarca. El barítono Ludovic Tézier fue el gran triunfador de la noche, con un retrato fascinante de Simon Boccanegra. No sólo en lo dramático, con esa evolución desde el juvenil corsario sin ambiciones políticas hasta el hombre maduro que muere convertido en gran estadista, sino también en lo musical. El francés lució esa ideal combinación de autoridad y expresividad vocal en el andante mosso “Plebe! Patrizi!… Popolo”, que convirtió en el vértice de su actuación. Era su primera encarnación escénica del personaje verdiano, tras haberlo cantado el año pasado en versión de concierto, pero está llamado a ser uno de los más grandes intérpretes actuales del mismo. 

En el apartado escénico Calixto Bieito perfila quizá una de sus creaciones dramáticas más convincentes para un teatro de ópera. El régisseur burgalés, que la próxima temporada iniciará también en París su primera producción del Anillo wagneriano, opta aquí por convertir Simon Boccanegra en un intenso psicodrama. La escenografía de Susanne Gschwender, que se limita a la gigantesca estructura de un barco, es un alarde de frenología, pues Bieito reconoce, en el programa de mano, que representa la cabeza del protagonista. Asistimos, por tanto, a toda su degradación psíquica por medio de innumerables movimientos giratorios sazonados con vídeos que proyectan su subconsciente. Dispone de figurantes, como el fantasma de María Boccanegra, el verdadero amor del protagonista, que quizá resulte innecesario, aunque también la lúgubre iluminación de Michael Bauer que subraya, quizá en exceso, el cariz tenebroso de la historia. Bieito indaga, no obstante, en el legado de Boccanegra como gobernante pacificador en su dirección de actores. Y del aislamiento de cada personaje, al comienzo, pasamos a vislumbrar una sociedad más conciliadora, que se mira y se abraza.

Otro aspecto relevante fue la dirección musical de Fabio Luisi. Su condición de italiano con amplia trayectoria orquestal centroeuropea le permite conjugar las sutilezas orquestales y dramatúrgicas de esta compleja partitura de Verdi. Fue una versión de refinamiento vienés, con esa exquisita aleación de cuerda, madera y metal, pero también carente de excesos bombásticos. El director genovés definió cada plano sonoro de la ópera con precisión dramática, desde el ondulante pasaje marítimo del comienzo hasta las extrañas figuraciones finales que representan en la cuerda el veneno que mata lentamente al protagonista. Sensacional rendimiento de la Orquesta de la Ópera Nacional de París, pero también del Coro, que sonó esmerado en los momentos íntimos y exaltado en los dramáticos.

El resto del reparto vocal fue importante. Empezando por la Amelia Grimaldi, melancólica y musical, de la soprano italiana Maria Agresta, aunque también un punto fría. Impresionante la voz del joven bajo finés Mika Kares, como Fiesco, a pesar de resultar poco creíble como personaje. El tenor italiano Francesco Demuro, como Gabriele Adorno, lució entrega y un bello tono, aunque también tensión en los agudos. Nicola Alaimo compuso un convincente Paolo Albiani, al igual que el Pietro de Mikhail Timoshenko, a quien se le añadió el poco imaginativo cometido de degollarlo. Uno de los pocos detalles de violencia innecesaria en una producción casi redonda que podrá verse el próximo lunes, siempre y cuando lo permitan los “chalecos amarillos”.

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