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Una historia de amor que sigue sin final feliz

Desde su descubrimiento tardío a finales de los ochenta, Francia ha dado a Pedro Almodóvar todos los honores posibles, excepto la Palma de Oro

En Francia, Pedro Almodóvar no es un simple cineasta, sino algo parecido a un semidiós. En el país vecino, el director ha recibido todos los honores posibles para un artista vivo. “Francia, una vez que te adopta, lo hace de un modo absoluto. Como decía Julio Iglesias, si triunfas en Francia el público te será fiel toda tu vida. Yo soy un cineasta francoespañol”, expresó en el arranque de este Festival de Cannes, cuando parecía que a la sexta iría la vencida.

Su historial en el festival dejaba presagiarlo. Almodóvar cuenta con un premio al mejor director por Todo sobre mi madre y otro al mejor guion por Volver, que también se llevó un premio para sus actrices. Antes ganó el César a la mejor película extranjera en 1993 por Tacones lejanos y un César de Honor en 1999. Fue objeto de una exposición y de una retrospectiva integral en la Cinemateca Francesa en 2006. Y se alzó con el prestigioso premio Lumière, que concede el festival de cine clásico del mismo nombre que se celebra en Lyon, patria chica de los hermanos que inventaron el cine.

Por esos motivos, resulta paradójico que el país que más ha celebrado su trabajo le siga negando esa joya de la corona llamada Palma de Oro. Cuando se buscan razones, aparece la propia composición de los jurados oficiales, grupos variopintos formados por nueve personalidades con gustos cinéfilos heterogéneos, lo que suele favorecer a películas capaces de crear consensos inmediatos. “El aspecto personal, singular y exuberante del cine de Almodóvar puede ser una dificultad en un contexto como Cannes”, decía ayer el crítico Frédéric Strauss, artífice del reconocimiento de Almodóvar en Francia gracias a los elogiosos textos que le dedicó en Cahiers du Cinéma, antiguo vivero de la Nouvelle Vague.

La consagración de Almodóvar en Francia, una historia de amour fou que sigue sin tener final feliz, se produce en tres fases. Empieza con el estreno tardío en Francia de sus películas de los ochenta. La primera de ellas fue ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, que llegó a París en 1987, tres años después de su estreno español. En solo dos años, llegaron a las salas francesas Matador, La ley del deseo y Mujeres al borde de un ataque de nervios, que despertaron el interés de revistas como Positif o los propios Cahiers du Cinéma, que dedicó cuatro portadas seguidas a sus películas de los noventa. “Fue a partir de Átame cuando entendimos que su cine contenía algo único y formidable. Pero Almodóvar no se convirtió en un director auténticamente popular hasta Tacones lejanos”, recuerda Strauss, también autor de un volumen de referencia, Conversaciones con Pedro Almodóvar, publicado en 1994.

El cine de Almodóvar, heraldo de una Movida idealizada como una especie de Mayo del 68 español, confirió a los espectadores franceses un exotismo colorista y también un espacio de liberación emocional. “En el cine francés existe una actitud más intelectual, más propia de la Europa del norte. El cine de Almodóvar nos vuelve a conectar con nuestra sensibilidad latina. Nos recuerda que, en el fondo, somos un pueblo del sur”, sostiene Strauss. Además, en el país vecino, sus películas no representaron la ruptura estética y política que sí tuvieron en la España posfranquista, lo que no provoca fobias ideológicas respecto a su figura. “En Francia es el autor que más seduce al gran público, el único capaz de congregar a dos millones de espectadores con algunas de sus películas. No existe ningún equivalente a Almodóvar”, señala el director de la influyente revista cultural Les Inrockuptibles, Jean-Marc Lalanne, al frente de otra publicación que acompañó su trabajo desde los noventa.

El tercer capítulo de esta coronación imperfecta tuvo lugar en el Festival de Cannes de 1999, con la apoteósica presentación de Todo sobre mi madre, la primera de sus películas en competición. Ya entonces se dio por seguro que Almodóvar ganaría el certamen, pero el jurado presidido por David Cronenberg prefirió premiar a Rosetta, el crudo retrato de los hermanos Dardenne. Aun así, su paso por Cannes anunció el éxito de la película en Estados Unidos, donde el director ganaría, meses después, su primer Oscar a la mejor película extranjera, dejando atrás el estigma de la clasificación X que recibió con Átame.

Pese a esa primera experiencia agridulce, Almodóvar ha vuelto a Cannes con todas sus películas, a excepción de Hable con ella y Los amantes pasajeros —La mala educación fue el primer filme en español en inaugurar el festival, fuera de competición—. Lo volvió a probar con Volver, Los abrazos rotos, La piel que habito y Julieta, cuando la victoria también pareció posible antes de que el festival tomase otro rumbo. Igual que en el mito de Sísifo, la roca se volvió a deslizar montaña abajo en el último minuto. Almodóvar volvió a parecerse anoche al rey de Corinto. No hay motivos para pensar que no intentará conquistar la cima otra vez. Excepto que su piedra pesa, sin lugar a dudas, cada vez más.

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