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Un tal Aguado revienta Sevilla

El convidado de piedra de Morante y Roca Rey corta cuatro orejas en una tarde sublime

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No había forma anoche de disolver los corrillos de aficionados en los aledaños de La Maestranza. Se trataba de buscar los unos en los otros las secuelas de la aparición. No por dudar del shock que produjo la faena de Pablo Aguado o por el impacto estadístico de las cuatro orejas, sino por la necesidad de reconfortarse o de regustarse en la elaboración de un relato unánime: lo nunca visto, el acabose, la afonía del olé quebrado, las lágrimas, el toreo de otras épocas.

Y de otras épocas parece venir Pablo Aguado. Futuras, porque es el nuevo príncipe de Sevilla. Y pasadas, porque su tauromaquia de inspiración, andares, purezas y templanza evoca, verbigracia, la gracia de Pepín Martín Vázquez y la naturalidad de Antonio Bienvenida.

Hurgan los aficionados en su memoria cobijados en la tabernas que rodean La Maestranza. Cotejan referencias, intercambian faenas de leyenda y convienen que el nombre de Pablo Aguado, apenas conocido entre los aficionados cabales, acaba de instalarse entre los mejores hitos de sus experiencias. Aguado torea a otra velocidad. Inverosímilmente despacio.

La euforia de la tarde predispone incluso las hipérboles justicieras. Aguado era el sparring, la víctima sacrificial de Morante y de Roca Rey en la batalla final de la lírica contra la épica, pero la faena al tercer jandilla y el corolario eufórico del último trasteo lo convirtieron en la sorpresa sublime de la contienda, hasta el extremo de concederle los gritos de “¡Torero, torero!” y de conducirlo en volandas al espejo del Guadalquivir para recompensarlo con el atardecer de Triana.

Reviste importancia la proeza, no ya por el estremecimiento que provocó Aguado —abrazos fraternales entre gentes desconocidas, expresiones de incredulidad, miradas al cielo en busca de respuesta metafísica—, sino porque buena parte de los espectadores acaso ignoraba quién era el propio Aguado.

Ni siquiera puede buscarse su biografía en Wikipedia. Lo que más se le acerca es un jugador de waterpolo homónimo. Y no porque Pablo Aguado (Lucena, 1991) sea nuevo ni del todo anónimo, pero tomó la alternativa a los 26 años —se la dio Ponce en La Maestranza—, ha toreado muy poco, seis tardes el pasado año, y no quiso implicarse en la carrera taurina hasta haber finalizado sus estudios universitarios en Administración y Dirección de empresa.

Estaban avisados los aficionados de bien. Aguado era un torero cuya clase y estética interpelaban a la erudición o el conocimiento del buen taurino. Un torero de minorías. Y un matador aparentemente frágil que iba a sucumbir entre el capote dionisiaco de Morante y la ferocidad militar de Roca Rey. Hacía el paseíllo como quien camina al cadalso, no digamos cuando el matador peruano se puso de rodillas con el capote para conseguir que el público se pusiera de pie.

El alboroto predispuso una tarde incendiaria de pasiones y emociones, pero fue Aguado quien detuvo el tiempo. Y quien relativizó con su muleta de pasmo cualquier atisbo de competencia. Morante hizo un enorme esfuerzo en la lidia del cuarto jandilla para sobreponerse al nuevo mesías, hasta se arrodilló como un penitente. Aguado le había organizado una escaramuza, no ya en su territorio geográfico, La Maestranza, sino en su territorio estético y conceptual, la tauromaquia de arte y desmayo.

Tan grande fue la sugestión y la psicosis que ni siquiera Roca el Rey pudo reaccionar en la faena al quinto de la tarde. Aguado le había mojado la oreja y la pólvora. Y se había puesto rumbo a la Puerta del Príncipe con la inercia de la euforia y la locura. La faena al sexto no hubiera merecido dos orejas si no llega a haber pesado el recuerdo de la anterior. Aguado había adquirido, alcanzado, el estado de gracia. Y había puesto patas arriba la tarde, la feria y la temporada. Un tal Aguado ha reventado la tauromaquia con la naturalidad de quien da los buenos días.

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