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Un Morrissey vacío e insustancial

El nuevo disco del artista británico recibe un 4 sobre 10

Dice el escritor chileno Alejandro Zambra que escribir es combatirse, y que uno no puede, como escritor, acomodarse en la idea de que está siendo la clase de escritor que quiere ser, que debe andar siempre buscándose, volviéndose a encontrar, incomodándose. Lo mismo podría (y debería) aplicarse al mundo de la música. Si lo hiciésemos, bastaría entonces una comparación entre la fantasmagórica y alucinante (y extralarga) versión de Moon River que Morrissey hizo en 1994 (en la gran época de Vauxhall and I) y cualquiera de las covers que incluye éste, su primer disco de versiones, para darse cuenta de que el de Manchester ha dejado de combatirse. Peor: vive instalado en un yo indiscutible e inalterable que ya no se incomoda, ni se busca, porque cree haberse encontrado.

No estamos hablando de su cada vez más polémica figura pública — en el Reino Unido se le odia casi más de lo que se le ama desde que se declaró votante de For Britain, un partido islamófobo que se vincula con el movimiento neonazi: «Es la primera vez que voto a un partido político. Por fin tengo algo de esperanza», dijo, literalmente—, y de cómo de encantado está (y ha estado siempre, en realidad), con ella, sino por supuesto, de la manera en que Moon River era un fascinante mundo en sí mismo, y uno que se revolvía, y hasta se autocuestionaba – a través de la voz de la mismísima Audrey Hepburn -, mientras que todo lo que hay en California son es ya conocida y vacía impostura. Se acumulan los momentos sonrojantes: el jazz de ascensor en Don’t Interrupt The Sorrow, el clásico, para algunos, violado, de Joni Mitchell; y la vuelta al guateque que supone Lady Willpower, de la sixties band que formaron Gary Puckett & The Union Gap, en plan guiño al pasado, pero uno plano e insustancial. Por no hablar de a lo que suena la canción protesta viniendo de alguien que protesta, precisamente, por todo lo contrario. Versiona Morrissey, con una producción limitadísima, y he aquí el quid de la cuestión, a Bob Dylan y Phil Ochs, y también, a Roy Orbison, y el momento podría haber sido sublime, un crooner recomponiendo a otro crooner, pero no lo es, porque Morrissey se limita a ser Morrissey y da la espalda, musicalmente, a aquellos que homenajea.

Da la espalda a Laura Nyro (y frivoliza su Wedding Bell Blues), a Dionne Warwick y a todos los demás, y juega, despreocupadamente, con sus canciones, y al hacerlo las estandariza y se estandariza él también, por más que Joe Chiccarelli esté a los mandos, y se deje acompañar por, entre otros, Billie Joe Armstrong. Solo hay un momento en que el disco parece a punto de levantar el vuelo, y es justo cuando se acaba: en Lenny’s Tune, de Tim Hardin, y en ciertos momentos de Some Say I Got Devil — toda una declaración de intenciones—, algo de aquel Morrissey de 1994 reaparece, pero no es, ni de lejos, suficiente.

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