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Theresa May, la reina del baile que nunca pudo hacerse con el ritmo

El Brexit arruinó su ambición por modernizar el Partido Conservador

«Puedes bailar, sabes moverte y disfrutar del momento. Mira a esa chica, contempla la escena, éntrale a la reina del baile». Fue totalmente intencionado que Theresa May (Sussex, 62 años) apareciera para dar su discurso en el congreso del Partido Conservador el pasado octubre al ritmo de la canción Dancing Queen, de ABBA. Días antes había sido carne de parodia en las redes sociales por sus movimientos arrítmicos en un viaje por África y decidió reírse de sí misma para restar tensión al Congreso. Ella misma había confesado en alguna ocasión que la canción de ABBA era uno de sus temas favoritos. Los torpes pasos de la primera ministra revelaban la paradoja y tragedia del personaje político: un optimismo forzado y a destiempo destinado a un partido que estaba ya en pie de guerra; una melodía caducada y kitsch para defender un mensaje de modernidad y cambio; una falta total de sincronización entre el ritmo exigido por los suyos para culminar la salida de la UE y el que pretendía imponer la primera ministra; una extendida sensación de ternura y embarazo ante la insistencia de May en llevar adelante una misión en la que nunca creyó del todo.

Y, sin embargo, May nunca ha dejado de bailar.

Hija de un clérigo de la Alta Iglesia Anglicana, Hubert Brasier, que falleció en un accidente de tráfico cuando May tenía 25 años, fue educada en un ambiente de clase media en el que el mérito y el esfuerzo se premiaban. Un pasado que la acerca más a la trayectoria de Margaret Thatcher, la primera mujer en ocupar la jefatura del Gobierno de Reino Unido, que a su inmediato predecesor, David Cameron, un «chico de Eton» con la simpatía natural propia de una clase alta que tiene la vida solucionada.

Sus amigos la recuerdan como una joven apasionada por la moda («Si tuviera que elegir una sola cosa que llevarme a una isla desierta sería una suscripción vitalicia a la revista Vogue», confesó en una entrevista) y que no tenía reparo en expresar su ambición de ser primera ministra. Como Thatcher, hizo sus estudios universitarios en Oxford, en un ambiente en el que la vida personal y la actividad política se mezclaban irremediablemente. Su marido, Philip May, era el presidente de The Oxford Union, el prestigioso club de debate. La leyenda asegura que se conocieron a través de una amiga común, la que sería luego primera ministra de Pakistán, Benazir Bhutto. Fue en una fiesta disco celebrada en el Club Conservador. Se casaron en 1980.

El ideario de May resulta contradictorio, y quizá es esa confusión la que le ha permitido navegar en aguas turbulentas durante décadas de carrera política. Es conocido su afán por modernizar el Partido Conservador y conducirlo a un espacio de moderación y consenso, acercarlo al ciudadano medio británico. No tuvo reparo en abrir los ojos a sus compañeros en el congreso de 2002 y advertirles de que, entre los votantes, eran conocidos como el «nasty party» (el partido antipático). «Debemos demostrar a los votantes que somos el partido que conserva lo mejor de nuestra herencia pero que no tiene miedo al cambio. Un partido patriota, pero no nacionalista», dijo en octubre de este año en su discurso de Birmingham, al cerrar el congreso anual de los conservadores. Al mismo tiempo que defiende los matrimonios del mismo sexo es capaz exigir una reducción del número de semanas para interrumpir legalmente el embarazo; reclama modernización y defiende la caza del zorro. Proclama integración, pero ofrece un discurso duro con la inmigración.

Fue ministra del Interior durante los Gobiernos de David Cameron. Dura con la corrupción policial, dispuesta a caminar por el borde de la legalidad para combatir el islamismo terrorista, imbatible ante las críticas de la oposición y de sus socios liberales en el Ejecutivo, May aguantó un tiempo récord en el puesto, pero dejó un cierto legado de frustración al ser incapaz de reducir las cifras de una marea migratoria inmune al combate ideológico y al discurso retórico.

Defendió la permanencia en la UE durante la campaña del referéndum de 2016. Pero lo hizo sin pasión y con escasa resonancia pública. Con argumentos adustos y poco simpáticos que tenían más que ver con las ventajas para la seguridad interior de Reino Unido de permanecer en las instituciones europeas que con el optimismo de construir un sueño de unidad europea. Y esa tibieza le permitió estar en el mejor momento y en la mejor posición cuando el entonces primer ministro, David Camerón, dimitió abruptamente tras ser derrotada su postura favorable a la permanencia.

May asumió la tarea con la fe del converso. Famoso es su «Brexit means Brexit» (Brexit significa Brexit), con el que defendió su misión de llevar a término el resultado del referéndum. Su estrategia, sin embargo, fue siempre mal calculada, y la propia realidad de las duras negociaciones con la Comisión Europea la llevó a una postura mitad pragmática, mitad contradictoria que no satisfizo a nadie. Adelantó en 2017 las elecciones generales, convencida de que obtendría una mayoría legitimadora. El Partido Conservador sufrió una severa derrota y solo gracias a los votos de los unionistas norirlandeses del DUP pudo May sostener su Gobierno y su mayoría en Westminster. Invocó el artículo 50 de salida de la UE sin un plan negociador y ha llevado al Parlamento un acuerdo con la UE sin asegurarse previamente el número de votos necesarios para sacarlo adelante.

Ha aguantado estoicamente críticas, insultos, parodias sobre su persona, dimisiones en el seno de su Gobierno y permanentes conjuras dentro de su partido. Hasta ver llegado el momento en que los suyos se han atrevido a activar el mecanismo para relevarla, aunque la jugada haya resultado en fracaso. Le queda el consuelo de haber sido capaz de emplear en su propio beneficio la cobardía de sus adversarios. La primera ministra seguirá bailando, al menos durante un tiempo, pero siempre uno o dos pasos por detrás de un ritmo no elegido, sino impuesto por Europa y por sus enemigos políticos.

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