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Sterling Hayden, el marino que renegó de ser estrella de Hollywood

Dos películas inéditas en España recuperan la vida fascinante del actor de ‘La jungla de asfalto’

Sterling Hayden lleva una extraña barba que le asemeja a un Abraham Lincoln con canas. Bajo la cubierta de su gabarra, anclada en el río Doubs a su paso por la ciudad francesa de Bensanzón, se acumulan libros, botellas de vino, ropa, recuerdos, extraños objetos y una máquina de escribir. En ese camarote, el actor intenta escribir un libro sobre el rencor. Es julio de 1981, y los aspavientos de Hayden (Upper Montclair, 1916 — Sausalito, 1986) tienen un público: el escritor alemán de cine Wolf-Eckart Bühler y sus amigos, que durante tres días filman los delirios y las agudezas de aquella antigua estrella de Hollywood macerada en alcohol a sus 65 años. “Siempre era un forastero y adaptó una vida de miedo, soledad y agitación para mantenerlo”, resume en pantalla la voz del director.

Con aquel material Bühler construyó el documental El faro del caos (1983), y de paso consiguió los derechos para llevar al cine la autobiografía de Hayden Wanderer (El vagabundo) (1963), que en pantalla se titularía El naufragio (1984), centrada en su infame declaración ante el Comité de Actividades Antiamericanas, que azuzó la caza de brujas en Hollywood. Nunca se estrenaron en España… hasta mañana, que se proyectarán en el festival Play-Doc de Tui. Allí podrán disfrutar de una de las mejores historias que esconde la edad de oro de Hollywood, la del marino que renegó de ser estrella de Hollywood, la del único soldado estadounidense condecorado por su Gobierno —con la Estrella del Plata— y por la Yugoslavia de Tito, la del actor de La jungla de asfalto, de John Huston, The Killing y ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, ambas de Stanley Kubrick, o de Johnny Guitar, de Nicholas Ray.

“Hayden no fue exactamente como me lo esperaba”, recordaba ayer por teléfono Bühler. “Estaba muy alcoholizado”. El actor, en El faro del caos, lee en alto textos propios y de su admirado Robert Louis Stevenson, y acompaña cada frase con un eterno “ummm”, un tic tal vez nacido del alcohol. “¿Por qué bebo? No lo sé”, dice. “Trabajar en cine es fácil”, se ríe, pero asustado cuenta que no logra escribir. “Fue su pasión, y desde los 16 años lo hacía”, rememora Bühler. “Sin embargo, sus años en Hollywood y su alcoholismo le enfrentaron a la máquina de escribir”.

Hayden creció en diversos pueblos de la costa atlántica estadounidense. Con 20 años ya era marino de grandes veleros y a los 22 ascendió a capitán. Alguien en Paramount vio una foto suya en una regata y le llamaron para una prueba de cámara. Así entró en el mundo del cine; por su altura (1,96 metros) y apostura le apodaron “el bello dios rubio vikingo”.

Pero Hayden sabía lo que quería. Actuó en Virginia y en Bahama Passage en 1941, se casó con la actriz protagonista de ambas, Madeleine Carroll, y, conseguido el dinero que necesitaba para comprarse una goleta, se largó de Hollywood hacia otra aventura: la Segunda Guerra Mundial.

En el conflicto bélico, se escondió bajo un seudónimo y entre sus hazañas estuvo comandar con éxito un convoy de 400 barcos para llevar provisiones a los partisanos yugoslavos. A su vuelta a casa, entró en el Partido Comunista, que pronto abandonó desencantado. Le fichó Paramount, pero, por su aparición en las listas negras, de junio de 1946 a junio de 1949 solo trabajó 75 días. Hayden, carcomido por las dudas y aconsejado por su psiquiatra, testificó primero ante el FBI y posteriormente ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Ese proceso es el que cuenta El naufragio, y gracias a su declaración enlazó película tras película en la década de los cincuenta. Se convirtió en estrella. Finalmente, a inicios de los sesenta, asqueado, huyó de Hollywood, pidió perdón a quienes había delatado —aunque no había revelado ningún nombre nuevo— y se fue a vivir a la gabarra a Europa. “Solo trabajo para productores independientes”, aseguraba, aunque sí actuó en El Padrino.

En la barcaza, Hayden ríe y gesticula ante la cámara, fuma hachís, se encuentra con una botella de vino —rellena de agua por los alemanes—, y lee con voz poderosa. Bühler asegura: “Hayden era tan prisionero de aquel barco como dueño de su libertad. Como él mismo escribió, era un hombre en guerra consigo mismo”.

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