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Robert Carsen: “Enfrentamos una maldición ecológica”

El director de escena traslada a un campo de refugiados ‘Idomeneo’, de Mozart, en el Teatro Real

Robert Carsen cree que el teatro es un refugio contra el paso del tiempo. Una cápsula en la que te encierras para congelarlo entre un juego de espejos donde casi siempre acabas aprendiendo algo. “En la vida”, dice el director de escena canadiense, “nos atrae todo aquello que altera el sentido de un cronómetro. El sexo, las drogas… Cuando vamos al teatro, no lo hacemos sólo para disfrutar de un buen texto, unos magníficos actores o una ópera, sino que manipulamos las horas a nuestra conveniencia. Las mejores obras de arte abordan eso”. Y es justo lo que demuestra en su versión wagneriana de El anillo del Nibelungo, estrenada este febrero en el Teatro Real o ahora con Idomeneo, de Mozart, hasta el uno de marzo, bajo la batuta de Ivor Bolton.

Dos maestros en el uso del tiempo a su propia conveniencia. En Mozart, ligero; en Wagner con un desprecio supino a eso que llaman capacidad de síntesis. Ambos poderosos en su indagación de los enigmas. Etéreos y terrenales, geniales y fieramente humanos, altivos y propensos al exceso vital. Expuestos al misterio que Carsen explora y traduce ahora en el Real con la guerra de Troya de fondo en la obra de Mozart.

Lo hace como gran metáfora del presente trasladada al drama de los refugiados. Sin excluir culpas para la especie cuando se muestra sorda y testaruda: “No podemos decir que la gente sea inocente, hay que darse cuenta de que lo que vivimos hoy, en gran parte, es culpa nuestra. Más que nunca, no cabe afirmar que estemos libres de ella. Nos ensordece la voz del odio y del rencor. Vivimos una recesión moral y espiritual”. Porque vamos cayendo en errores señalados desde la antigüedad y que aun rebotan en la memoria de los vivos, pero aun así, se repiten. Por eso, a través de la ópera o el teatro, nunca está de más emprender un viaje a la mitología: “La radicalmente humana. La que entiende la desesperanza, la imposibilidad de sobrevivir al daño que le hacemos a la madre naturaleza”, asegura Carsen.

El que se siente un europeo canadiense, mira al Mediterráneo como cuna de todas las lecciones: “El lugar cuya pasión hizo surgir un arte como la ópera. Lo más interesante de este género reside en este equilibrio entre lo concreto, lo intelectual y lo emocional. Un libreto y la abstracción de la música que lo vuelve poderoso: un lenguaje que te lleva a lugares sin significado concreto”.

Los mitos y leyendas, con sus múltiples interpretaciones: “Estas historias son las que cuentan como ninguna la condición humana, como las religiones. Los mitos hacen entender el lugar del hombre en el universo. A través de ellos transmitimos que nuestro lugar en el mundo no tiene nada que ver con vivir como si compráramos en un supermercado donde puedes elegir lo que te da la gana. No podemos seguir así. Nos enfrentamos a una maldición ecológica. Y nuestra responsabilidad como artistas es enseñar a que nadie cometa los mismos errores que sus padres. No sólo aprender a no caer en ellos, también comprender por qué”.

Y la ópera representa un gran vehículo para logarlo: “Es la obra de arte más completa. Combina todas las disciplinas de manera tan ambiciosa que nos enseña la intuición de volver a aprender lo que hemos olvidado. Tiene el cometido de apelar al subconsciente para reforzar esos principios que hemos desperdiciado”.

Con un lenguaje propio. Si algo define el estilo de Carsen es esa combinación de poesía visual y movimiento. Es todo un maestro en esa vertiente como ha demostrado con trabajos como Katia Kabanova (Janacek) o Diálogo de Carmelitas (Poulenc), quizás dos de los montajes más sobresalientes de los últimos años a nivel mundial: “La ópera es movimiento, no tiene nada que ver con un arte estático”, afirma.

Lo dice después de que le haya precedido en Madrid un maestro de la filosofía contraria: Bob Wilson con su visión de Turandot (Puccini): “Es amigo mío. Ha desarrollado todo un lenguaje. No me gusta juzgar el trabajo de otros. Pero sí quiero decir que la obligación de un gran teatro de ópera contemporánea es mostrar todas las tendencias posibles”.

Y a defender la suya se ha dedicado Carsen estos dos meses en Madrid. Primero con su celebrada versión de la tetralogía wagneriana y ahora con Mozart como contrapunto: “El anillo… puede volverte loco, lo creo. Es una droga peligrosa. Muy intensa, se desarrolla en un universo paralelo en el que no puedes imaginar quedarte para siempre. Te envuelve en su propia concepción del tiempo. Para que te pierdas en su mundo y aproveches el encanto del momento. Eso es lo que le convierte en especialmente adictivo. Siempre he sido consciente de eso”.

Quizás haya escapado de sus garras siguiendo las enseñanzas de algunos otros gurús: “Estamos construidos de una manera que no nos permite imaginar el mundo sin nosotros. Sólo queda al alcance de los grandes gurús de la meditación lograr esa ausencia de ego. Aquello que nos convence de que no somos imprescindibles para que el mundo siga su curso”.

Él trata de transmitirse lo a los intérpretes: “Siento una gran compasión por ellos. Se exponen tanto… El teatro es un microcosmos de la vida con la única diferencia de que en ésta no hay ensayos”. Ni cápsulas que te desconecten del mundo: “La comunión con el público debe asemejarse a una conversación. Trato de imaginar que las obras que representamos se acaban de escribir en el momento y no hace 200 o 300 años. Para convocarlos a la vida y no encerrarlos en un museo, debemos congregar a los creadores y compositores a la modernidad».

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