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Risas y sensaciones de antaño

Esta película tiene algo entrañable de otra época. Es muy divertido ver la reconstrucción de secuencias que se inventaron Stan Laurel y Oliver Hardy

Dudo que la mayoría de la cinefilia joven sepa de la existencia de una legendaria pareja de cómicos que en este país conocimos con el muy castizo nombre de El Gordo y el Flaco, apodo de los muy sajones nombres Oliver Hardy y Stan Laurel. Me parecían originales y divertidos. En el internado de curas que me maleducó proyectaban sus cortos al finalizar la película del domingo. Era ilusionante. Y nos hacían reír, mucho a veces. Con gags tan disparatados como tiernos. Su gloria en el cine mudo no fue comparable a la de Chaplin (el artista era genial, abusaba con cálculo del sentimentalismo, el personaje me cae regular), Keaton (mi eterno amor), ni al gimnástico Harold Lloyd. Benditas sean la risas y las sensaciones de antaño.

A diferencia de Chaplin, que siempre disfrutó de éxito y del control de su obra, Keaton sufrió la ruina creativa y económica con la llegada del sonoro. Cuentan que ese naufragio absoluto intentó sobrellevarlo con la ayuda del alcohol. Y no sabía nada de qué ocurrió con Laurel y Hardy después de su esplendor. El Gordo y el Flaco (Stan & Ollie) nos lo cuenta. Con ternura, con gracia, de forma inteligente y bonita, aunque el tema no sea precisamente alegre.

Habla de la decadencia de dos fulanos, su capacidad inventiva, la química que establecían entre ellos y que era premiada con las carcajadas de los espectadores, sus hasta entonces salvables problemas ante sus costosos divorcios, y la resaca de su viejo triunfo en Hollywood que van a pagar 20 años después buscándose la vida en teatros casi vacíos de Inglaterra. Y en su retorno aparecen viejas y turbias cuentas del alma, supuestamente profesionales, que nunca fueron saldadas, traiciones en nombre de la supervivencia, fatiga y enfermedad, enfrentamiento entre las dominantes esposas que buscan lo mejor para su pareja, sin percibir que el uno sin el otro no son nada en un escenario y tal vez tampoco en la vida.

Dirige esta película Jon S. Baird. Ni idea. No me pregunten quién es, consulten en la Wikipedia, que, al parecer, lo sabe todo. Pero la interpretan dos actores maravillosos. Uno es John C. Reilly. No les suena, ¿verdad? Me parece el mejor actor del mundo, despues de que se se largara al otro barrio el insustituible Philip Seymour Hoffman. Es el mejor camaleón del cine actual. No le identificarán de una película a otra pero siempre se lo van a creer, es un actor genial. El otro es Steve Coogan, tan fino él, tan ingles, protagonista en el cine de Michael Winterbottom, el fulano que interpretó al tipo que dio vida al inventor de The Haçienda, el sonido Manchester, impulsor de Joy Division, New Order, Happy Mondays y tantos más. Es una delicia verlos trabajar juntos. Sin doblar, sobran las explicaciones.

Y es muy divertido ver la reconstrucción de secuencias como la de la estación o la del hospital que se inventaron Stan Laurel y Oliver Hardy. Esta película tiene algo entrañable de otra época. En el mejor sentido.

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