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Pesadilla gregoriana

En 2003, fecha de la invasión de Irak, había 17 millones de desplazados. Hoy son 62 millones

Como una avalancha. Así describe el crítico iraní Hamid Dabashi el año que se fue en un personalísimo texto para Al Jazeera. Dabashi cuenta cómo se crió usando tres calendarios: el solar de su país, el persa; el lunar de su religión, el musulmán; y el del Imperio, que “ciñe una sombra colonial en nuestras vidas”, el gregoriano. Al tiempo que se emplea en disquisiciones sobre los diversos almanaques que han regido su vida, a los que sumó el judío y el chino al mudarse a los Estados Unidos, Dabashi repasa los grandes sobresaltos de 2018, desde los más sonados a los conspicuamente ausentes del relato de los medios de comunicación.

“Se advierte imposible detenerse por un momento a preguntarse qué nos ha sucedido durante el último año”, escribe. “Pero debemos hacerlo”. Y se detiene en los mortíferos conflictos de África y Oriente Medio, como el de Yemen, donde “la horrenda campaña asesina del príncipe saudí Mohamed [bin Salmán] continúa bajo el patronato de sus aliados estadounidense, europeo e israelí”. El crítico cita un informe de las Naciones Unidas que predice que 132 millones de personas de 42 países necesitarán asistencia humanitaria en 2019, con Yemen, Siria, Afganistán y la República Centroafricana a la vanguardia de esta “calamidad causada por la codicia desenfrenada, el militarismo imbécil y la indecencia absoluta”.

Más grande que Francia o Reino Unido. El vigésimo país más grande del mundo, con más de sesenta millones de habitantes, la mitad niños o adolescentes. Así sería, de existir, el Estado de los sin Estado; la patria de los apátridas; la tierra de los desterrados. Un detallado informe de la web Axios repasa desde un sinfín de perspectivas la “mayor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial”. De los muchísimos datos que ofrece, hay dos que dan qué pensar: La inmensa mayoría de desplazados provienen de Oriente Medio y África, y sus países de acogida son, abrumadoramente, sus vecinos en la región, y no la Europa que rechaza barcos de rescate o los Estados Unidos que levanta campamentos en el desierto para detenerlos. En 2003, fecha de la invasión de Irak, apenas había 17 millones de personas. Hoy son 62 [cerca de 68 millones si se incluyen los más de cinco millones de palestinos bajo el mandato de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo].

Las cifras no incluyen los cinco millones y medio de refugiados palestinos que, recuerda Dabashi, se manifestaron durante 39 semanas consecutivas en Gaza para reclamar su derecho al retorno y el fin de la ocupación israelí. Lo pagaron caro. “Desde que empezaron las manifestaciones, más de 215 palestinos han sido asesinados y 18.000 resultado heridos por acción de las fuerzas israelíes”. Donde también reaccionó masivamente un pueblo al límite fue en Sudán, que vio cómo cientos de miles de personas salían a las calles para protestar contra el régimen de Omar al Bashir. “Mientras las demandas de las manifestaciones viraban de los asuntos socioeconómicos a la caída del régimen, el presidente Al Bashir desató la fuerza mortal de su aparato de seguridad, que acabó con la vida de decenas de manifestantes pacíficos”.

Dabashi no se anda con paños calientes al repasar el año en los grandes centros de poder del mundo, como Europa, Rusia o China. En el Viejo Continente, señala, “la creciente inestabilidad del proyecto neoliberal de la Unión Europea ha quedado patente con el culebrón inacabable del Brexit”, en el que “los debates público y parlamentario sobre cómo o sobre si acaso o sobre cuándo llevar a cabo el Brexit y si hacer un Brexit blando o duro han hecho evidente la ausencia total de un proyecto político de futuro para Europa”. Sobre Rusia, tras la reelección de un Putin sin apenas oposición, destaca que será, al final de su mandato, el líder con más años en el poder desde la caída de los zares. “De puertas adentro, aumentó su control férreo del poder, reprimiendo a la oposición y estimulando el estado policial. De puertas afuera, sus aventuras en el exterior —bien sean la campaña militar en Siria, el envenenamiento del exespía ruso Serguéi Skripal o las cuitas de hackers y trolls— han llevado al mundo a pensar y hablar de una nueva guerra fría y a imponer sanciones aún más dolorosas”. En China aumentaron “el expansionismo económico y el encubrimiento de la criminal persecución al pueblo uigur” mientras “Trump desataba una guerra comercial y añadía gasolina económica al terremoto global que ha causado su presidencia”.

Pero quizá las sacudidas más fuertes del año —una por sórdida y la otra por amenazante— fueron el asesinato del periodista Jamal Khashoggi en un consulado devenido en carnicería y la elección del ultra Jair Bolsonaro como presidente de Brasil. Sobre la primera, Dabashi señala a Trump y a su asesor y yerno Jared Kushner como piezas clave en la protección que eximió de responsabilidad al príncipe Bin Salmán, “uno por avaricia y el otro por compromiso con la causa sionista”. Sobre Brasil, donde “un frenesí fascista resultó en la elección de un nefario aspirante a Mussolini como presidente”, pronostica: “La presidencia de Jair Bolsonaro será peor de lo que imaginan”.

Bolsonaro, Araújo y la divina providencia

Primero vinieron a por los comunistas, que diría el pastor luterano antinazi Martin Niemöller. Bolsonaro no se escondió en campaña, y tira del manual de fascista una vez investido presidente. En sus primeros días en el poder, anunció a través de su ministro de la Casa Civil (jefe de Gabinete) la purga masiva de la Administración pública, para excluir de ella a todos los funcionarios que defiendan “ideas comunistas”.

De entrada, se destituyó a 300 funcionarios con contratos temporales. Los rojos son solo el aperitivo. Entre sus decretos pioneros, el Gobierno Bolsonaro señala a otros colectivos como las minorías étnicas y sexuales, los trabajadores y los inmigrantes: recorta el aumento previsto del salario mínimo, sitúa a un general para fiscalizar a las ONG, elimina al colectivo LGTBI de los objetivos de su política de derechos humanos, se compromete con Estados Unidos para abandonar el Pacto Mundial de Migraciones de las Naciones Unidas y retira a la agencia de protección indígena la competencia sobre la demarcación y regulación de reservas, que pasa a manos del Ministerio de Agricultura, controlado, según cuenta The Guardian, por lobistas de los grandes conglomerados agrícolas. Qué esperar de un presidente que, como candidato, comparaba la Amazonía con “un niño con varicela… Cualquier punto que ves es una reserva indígena”.

Blanco y en botella. Así presenta su proyecto integrista el nuevo ministro de exteriores brasileño, Ernesto Araújo, en un artículo en la revista conservadora New Criterion. “Brasil está experimentando un renacer político y espiritual, y el aspecto espiritual de este fenómeno es el determinante. El aspecto político es sólo una consecuencia”, escribe Araújo, que cree que la “farsa” del cambio climático es una conspiración del “marxismo cultural” en pie de guerra contra la heterosexualidad, las carnes rojas y el petróleo. Exaltado, Araújo dibuja una confabulación de “ideólogos de género” que infiltraron todas las capas de la sociedad brasileña, desde los medios de comunicación a la iglesia católica, pasando por las escuelas durante los años de gobierno del Partido de los Trabajadores (PT) de Lula. “La dominación se estableció así sobre las instituciones políticas, sobre la economía y sobre la cultura: una empresa completamente totalitaria”.

Brasil migró, siempre según el relato esperpéntico de un Araújo que produciría lástima si no diera miedo, del “régimen establecido en 1964 (tramposamente llamado el régimen militar)”, del capitalismo de amigotes de los años ochenta al “falso liberalismo de los noventa” hasta llegar al —ahí otro leitmotiv del neofascismo— “al globalismo bajo el PT: “Marxismo cultural dirigido desde un sistema aparentemente liberal y democrático”, y asegurado a través de la corrupción, “la intimidación” y —nótese el tópico orwelliano— “el control de pensamiento”.

Construido el todopoderoso muñeco de paja petista-globalista-marxistacultural-ideólogodegénero, toca ungir a un líder que lo descabalgue y ponga en su rumbo a la patria desnortada. “Todo conspiró contra este renacer nacional. No debía suceder. Pero a cada paso… los eventos sociales, políticos y económicos empezaron a encajar misteriosamente. Denuncias, rupturas y alianzas políticas, revelaciones de corrupción en lugares insospechados y cientos de otras piezas se unieron milagrosamente. Estas entregaron al país su recién adquirida libertad —con toda la responsabilidad que esta conlleva— en forma de la victoria de Bolsonaro. ¿Fue la divina providencia la que guió a Brasil por todas esas etapas? Creo que sí”. Un Araújo desmelenado se revuelve contra sus “detractores” que le han llamado “loco” por “creer en Dios” y en “que Dios actúa en la historia”. “No me importa. Dios está de vuelta y la nación está de vuelta: una nación con Dios; Dios a través de la nación. En Brasil (por lo menos), el nacionalismo se tornó vehículo de la fe, la fe se tornó catalizadora del nacionalismo, y ambas han desencadenado una estimulante ola de libertad y nuevas posibilidades”.

En medio de su orgía nacional-cristiana, Araújo se hace la pregunta del millón: “¿Qué rompió el sistema?”. Su respuesta gira sobre tres ejes: “Olavo de Carvalho, la Operación Lava Jato y Jair Bolsonaro”. Pocas dudas quedan ya de la motivación política de la investigación judicial a la cúpula del PT que dio con Lula en prisión, su sucesora Dilma Rousseff depuesta y el expresidente inhabilitado cuando era el claro favorito para ganar las elecciones incluso desde la cárcel: Sergio Moro, el juez que abrió el camino a Bolsonaro, no dudó en quitarse la toga de la dignidad y aceptar su recompensa: es hoy ministro de Justicia. La tercera pata del banco del “renacer” ultraderechista en Brasil es menos conocida, pero resulta igualmente fundamental.

Olavo de Carvalho, telepredicando desde Virginia

Olavo Luiz Pimentel de Carvalho es una figura esotérica, trasnochada y vanguardista a partes iguales. Septuagenario excomunista, astrólogo y exmusulmán sufí, Olavo de Carvalho vive hoy desde el exilio en Virginia su enésima reencarnación como telepredicador youtuber de la alt-right brasileña. Tampoco se le da mal el autobombo: se autoproclama “partero” de la nueva derecha que acaba de entronizar a Bolsonaro. Así lo cuenta en un fascinante perfil el periodista Pablo Stefanoni, jefe de redacción de Nueva Sociedad.

Cuenta Stefanoni que Olavo de Carvalho se mudó tras la victoria del PT en 2005 a una finca en medio del bosque en Richmond (Virginia). Allí, rodeado de rednecks, encontró un hábitat proclive: acumuló un modesto arsenal de rifles de caza, pistolas y revólveres, volvió al catolicismo (“la entidad llamada inquisición es un invento de los protestantes”) y fue labrándose un pequeño imperio a través de un blog, un puñado de libros de éxito y unas clases de filosofía virtuales por las que han pasado unos 12.000 alumnos. “Desde su casa de la América profunda logró influir sobre el sentido común y, más aún, sobre el flamante presidente brasileño”, escribe Stefanoni. ¿Su receta? “Frases muy cortas y directas, conceptos básicos del tipo de los que se viralizan hoy en las redes y muchas, muchas fake news”.

El gurú en acción: “Los marxistas pensaban que destruyendo la propiedad privada se iba a destruir la familia. Pero destruir la propiedad privada no resultó fácil… Entonces, ¿qué hicieron estos hijos de puta? Invirtieron 180 grados la teoría marxista de la estructura y la superestructura. En lugar de destruir la propiedad privada para destruir la familia, promovieron la destrucción de la familia para, en algún momento, destruir la propiedad privada… Oportunismo rastrero, vagabundo, sinvergüenza”. “Entre sus objetivos”, cuenta Stefanoni, “está el combate al movimiento gay, hoy un vector del globalismo, término propio de esta derecha, junto con una lucha más amplia contra la ‘ideología de género’… En síntesis, el mentor ideológico de Bolsonaro se propone combatir y reemplazar la ‘atmósfera mental’ creada por el marxismo culturalizado”.

La conjura no queda ahí: “Olavo de Carvalho cree que el socialismo tiene tres ejes: el fabiano, el marxista y el nacional-socialista. Y que el fabianismo es una especie de gran cofradía mundial superpoderosa… La escuela fabiana es la más influyente entre las élites occidentales. Casi todos son fabianos, desde Obama hasta militares de la dictadura brasileña. Encima, sus contornos son más difusos, son más pacientes que los comunistas o los nazis pero buscan lo mismo: debilitar el capitalismo”. La idea de que el fascismo y el nazismo son de izquierdas, recuerda Stefanoni, “fue una de las fake news difundida por WhatsApp a millones desde la campaña de Bolsonaro para refutar que el excapitán fuera fascista”.

El antídoto de Olavo de Carvalho ante tamaña crisis de civilización pasa por resistir al “globalismo” desde una alianza entre el nacionalismo estadounidense y la derecha israelí, cuenta Stefanoni. “De hecho Benjamín Netanyahu fue la estrella de la asunción de Bolsonaro junto con el húngaro Viktor Orbán. Todos son enemigos de Soros. Y Olavo de Carvalho agrega que Trump es un genio a la altura de Napoleón”.

Hoy sus ideas esotéricas, conspiranoicas y furibundas ocupan un lugar de privilegio en el Palácio da Alvorada, al nivel de los Textos Revelados. Su libro O mínimo que você precisa saber para não ser um idiota, figuraba junto a la Biblia en el escritorio de Bolsonaro cuando dio su primer discurso después de ser elegido presidente.

El proyecto contrarrevolucionario auspiciado por Olavo de Carvalho parece gozar de una enorme salud: triunfa desde Hungría a India, pasando por Estados Unidos o Brasil. Pero el filósofo pop autodidacta no se conforma: “Fueron sus libros los que animaron a otros conservadores a salir del armario, pero aun falta según él representación institucional de la derecha: diarios, universidades y partidos que defiendan el liberalismo económico y los valores conservadores tradicionales”.

De la propaganda de Estado a los vídeos caseros de YouTube. De los discursos ubicuos de Mussolini a los tuits erráticos de Trump. De Joseph Goebbels a Olavo de Carvalho. Es el recorrido que plantea en un provocador ensayo en la revista Harper’s el teórico de la comunicación Fred Turner. Asistimos al colapso del modelo de comunicación liberal, que soñaba con la derrota del totalitarismo, las jerarquías y las burocracias a través de la híper individualización y los modelos matemáticos. Hoy los discursos reaccionarios triunfan a partir de la retransmisión narcisista de la experiencia propia, de la microcelebridad online. Los fascistas salen del armario a toque de trompeta de los Olavo de Carvalho de turno.

“Si pretendemos resistir el ascenso del despotismo, tenemos que entender cómo sucedió todo esto y por qué no supimos verlo venir”, escribe Turner. “Y especialmente tenemos que enfrentarnos con el hecho de que la derecha de hoy se ha aprovechado de los esfuerzos que durante décadas han empleado los progresistas en descentralizar nuestros medios de comunicación. Esos esfuerzos empezaron al inicio de la Segunda Guerra Mundial, llegaron a nosotros a través de la contracultura de los sesenta y florecen hoy en día en el invernadero de la alta tecnología de Silicon Valley. Lo anima una fe profunda en que cuando la ingeniería reemplace por fin a la política, la alienación de la sociedad de masas y la amenaza del totalitarismo se desharán. Mientras Trump echa humo en Twitter y las publicaciones en Facebook llevan al genocidio en Myanmar, empezamos a observar lo ilusa que ha sido esa fe. Incluso: al tiempo que nos dan el poder para comunicarnos con gente de todo el mundo, nuestras redes sociales han alumbrado una nueva forma de autoritarismo”.

La élite de la generación de los sesenta que migró de las comunas hippies a los consejos de administración de los oligopolios comunicativos soñaba con crear redes de comunicación horizontales como receta infalible para la democracia y el pluralismo. Nos prometieron que el fin del despotismo llegaría a través de Google y Facebook y terminaron por cambiarnos a Roosevelt por Obama, a Eisenhower por Trump; a Lula por Bolsonaro. Por el camino, se han forrado con nuestros gustos y anhelos, nuestros recuerdos y nuestra indignación. “Es hora”, espeta Turner, “de dejar de lado la fantasía de que los ingenieros pueden hacer la política por nosotros, y de que todo lo que tenemos que hacer para cambiar el mundo es dar voz a nuestros deseos en los foros públicos que ellos construyen. Durante gran parte del siglo veinte (…) tanto la izquierda como la derecha creían que los órganos del Estado eran el enemigo y que la burocracia era totalitaria por definición. Nuestro reto ahora es revigorizar las instituciones que ellos rechazaron y llevar a cabo el trabajo largo y duro de convertir las verdades de nuestra experiencia en legislación”. No nos quedan demasiados años gregorianos para lograrlo antes de que sea demasiado tarde.

Fe de errores

Por un error de edición, en una versión anterior de este artículo se afirmaba que el número actual de refugiados en el mundo era de 72 millones. La cifra correcta es 62 millones.

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