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Oro verde

El Teatro Real inicia una tetralogía wagneriana con un ‘El oro del Rin’ muy desigual

Desde sus primeros compases, un mi bemol grave octavado tocado por ocho contrabajos, a los que se unirán enseguida tres fagotes con un si bemol instalado asimismo en las catacumbas de la orquesta y, luego, en lentas y crecientes oleadas, el resto de los instrumentos, completando el acorde, todo en El oro del Rin parece indicarnos que acabamos de sumergirnos en una utopía. No es un verbo metafórico: Wagner reclama de sus secuaces o sus acólitos (oyente o espectador son sustantivos demasiado neutrales) una inmersión larga, laboriosa y leal, por decirlo aliteradamente, como tanto le gustaba al compositor alemán. Y no hay mejor palabra que «utopía» para definir este primer estadio de El anillo del nibelungo, una empresa casi sobrehumana, interrumpida en dos ocasiones, que ni el propio Wagner sabía si podría llevar a término, en la que la ópera como género y la música teatral como concepto se reinventaron por completo.

En una carta que envió a Liszt en 1853 sobre su nuevo poema (el texto completo de la tetralogía, aún sin música), Wagner le confesaba: «Contiene el comienzo del mundo y su destrucción». Y son precisamente esos primeros compases en un inmutable mi bemol mayor los que representan el mundo en su estado primigenio, aún sin presencia humana. Luego llegará el choque, fundamental en la obra, entre el mundo natural y el mundo social, este último entendido en su doble vertiente privada y pública, psicológica y política, porque el Anillo es inconcebible sin la segunda, a su vez indisociable de su esencia revolucionaria. Tras participar en las revueltas de Dresde, en 1849, Wagner se convirtió en un refugiado político que dedicó sus primeros años de exilio no a componer, sino a teorizar y sentar las bases de lo que él mismo bautizó como la “obra de arte del futuro”, nacida a su vez de la conjunción de “arte y revolución”. En El anillo del nibelungo, la obra de arte del futuro se hace por primera vez presente, tangible, y en cualquier representación que se plantee la revolución no puede quedarse en un concepto, en algo meramente nominal, sino que tiene que sentirse casi en cada compás, desde el despertar del mundo, en el caso concreto de El oro del Rin, hasta el prodigioso arcoíris que los dioses, de nuevo inmortales, utilizan como puente camino del Valhalla al final de la cuarta y última escena.

La puesta en escena un tanto feísta de Robert Carsen decide privarnos de varios de estos elementos, decantándose aparentemente más por una distopía que por una utopía. El Rin es un nido de desechos humanos en pleno Antropoceno y las hijas del Rin, en vez de mujeres atractivas y luminosas, como describe la música, son criaturas harapientas y oscuras. Tampoco en el Nibelheim, el inframundo, encontramos la crítica demoledora al capitalismo y a la explotación laboral que plantea Wagner en su texto y en su música, y ese arcoíris final se transmuta en una nevada (a Carsen siempre le han gustado los pequeños objetos que caen desde lo alto), quizá con una resonancia metafórica no del todo bien explicada.

En la propuesta del canadiense chirrían demasiadas cosas, como la conversión de Froh y Donner en personajes casi cómicos, o el encariñamiento de Freia por su raptor, o la escasísima entidad psicológica de Wotan, sin un solo atisbo de ese parentesco con Robespierre que señalara el propio Wagner. Por decirlo militarmente, ya que Wotan se nos presenta de esa guisa, el dios parece estar mucho más cerca de un cabo que de un general. Y nos ofrece a una Erda maternal, consolando casi a un Wotan aniñado, cuando son ambos quienes engendran a Brünnhilde. La posible lectura antropocénica tiene poco recorrido más allá de la primera escena, del mismo modo que la soldadesca que prepara la mudanza al Valhalla parece un golpe de efecto final descontextualizado y que apenas impresiona si a su frente se encuentra el apocado Wotan. Y las contradicciones entre lo que se canta y lo que se ve, como cuando un Wotan sin parche se refiere a la pérdida de su ojo, Alberich lamenta ser ridiculizado delante de unos nibelungos que brillan por su ausencia, Donner empuña su ridículo palo de golf en vez de su martillo, o Wotan un bastoncillo muy poco militar en vez de su lanza tallada con runas, son tristemente frecuentes.

Como siempre sucede, los cantantes minimizaron o maximizaron los defectos de la puesta en escena. Greer Grimsley, por ejemplo, ayudó muy poco, o casi nada, a hacer de Wotan un personaje creíble, y no digamos ya amedrentador, o como un dios de triple o cuádruple moral, defensor e infractor de los pactos a partes iguales. Su canto surge con relativa facilidad, pero tiende a la monotonía más absoluta, sin resaltar palabra alguna, y en Wagner hay palabras concretas que deben revestirse de un énfasis especial. Resulta sorprendente la deficiente prestación vocal de Sarah Connolly, el nombre más sonado del reparto, que parece siempre perdida en el escenario y que cantó sin convicción y con un aparatoso vibrato. Solo la redimió una frase, cantada admirablemente a media voz: «Sieh, wie dein Leichtsinn lachend uns allen Schimpf und Schmach erschuf». Únicamente ahí demostró la gran cantante que puede ser. Pero fue un relámpago en medio de la oscuridad.

Sophie Bevan estuvo mucho mejor vocalmente, aunque no siempre cantó en estilo. Mikeldi Atxalandabaso fue un excelente Mime, más aún siendo su primera incursión en el papel, y su intervención hace desear volver a verlo en Siegfried, donde las exigencias son muchísimo mayores. Samuel Yuon compuso un Alberich notable, no siempre ayudado desde el foso, mientras que en el Loge de Joseph Kaiser pueden valorarse más las buenas intenciones (musicales y escénicas) que la plasmación real de las mismas. Hacer aparecer en escena a este personaje escurridizo e inasible en una bicicleta es una de las buenas ocurrencias modernas de Carsen, como lo es mantener en escena el cadáver de Fasolt mientras los dioses celebran la libertad de Freia y su traslado al Valhalla: el anillo se ha cobrado su primera víctima mortal. La Erda de Ronnita Miller, plana y poco misteriosa, no hizo olvidar la extraordinaria y emocionante aparición de Hannah Schwarz llenándolo todo en la anterior representación de El oro del Rin en el Teatro Real. Por último, de los dos gigantes (Albert Pesendorfer sustituyó a última hora a un indispuesto Ain Anger como Fasolt), destacó con mucho el extraordinario Fafner de Alexander Tsymbalyuk: por voz, por dicción del texto y por vis dramática, el mejor cantante en el estreno y el más inequívocamente wagneriano.

En la dirección musical hubo numerosísimos altibajos desde un comienzo muy poco prometedor, con una concepción de la introducción orquestal mucho más estática que dinámica y un crescendo demasiado brusco al final. Sin embargo, el principal pero que puede ponerse al planteamiento global de Heras-Casado es que en la prestación de la orquesta falta continuidad y, sobre todo, narratividad. En Wagner no hay arias que la orquesta acompaña. La orquesta es un ente autónomo, con voluntad propia, con recursos aparentemente ilimitados, amén de servir con frecuencia de diván en el que acaban desnudando sus miserias todos los personajes. Y, en lugar de primar el grand récit, el trazo largo, lo que suena tiende a lo episódico, a lo espasmódico incluso: es decir, pequeñas o medianas células poco interconectadas. Los momentos capitales del drama (el anuncio de Woglinde de que solo se hará con el oro quien renuncie al amor, las dos maldiciones de Alberich, el robo por la fuerza del anillo por parte de Wotan) no tienen la preparación ni la respuesta orquestal adecuada y los dramas de Wagner, para ser eficaces, necesitan de la identificación y la correcta plasmación de estos clímax.

Los yunques amplificados de la tercera escena no sonaron a tales y tampoco pudo percibirse la poderosa conjunción de armónicos que deberían producir. La orquesta sí sonó wagneriana en varios momentos, pero sabemos por otras intervenciones que su potencial es mayor, y se añoró un sonido más poético en la primera escena y una sonoridad más compacta y rocosa, como el propio Valhalla, en la música asociada a los gigantes. Es el primer Anillo de Heras-Casado y Wagner no es compositor para jóvenes. El director granadino, al menos en este repertorio, y tras haber mostrado parecidas carencias en El holandés errante en este mismo teatro, aún lo es. Sus mejores capacidades las ha exhibido en repertorios contemporáneos, como en el estreno de El público, de Mauricio Sotelo o en la más reciente Die Soldaten de Bernd Alois Zimmermann.

La tetralogía se completará, con un drama por año, a lo largo de las tres siguientes temporadas. Se repite con ello el esquema de hace años con la producción de Willy Decker, pero no es así, por supuesto, como debería hacerse, sino como un bloque compacto, como una tetralogía real en un corto espacio de tiempo, como ha hecho esta misma temporada, con enorme éxito, la Royal Opera House de Londres (con Antonio Pappano) o como hizo el pasado año la Ópera Estatal de Baviera (con Kirill Petrenko). Es un esfuerzo inmenso, también sobrehumano, por supuesto, pero el Teatro Real debería planteárselo en algún momento de su horizonte. Casi un siglo y medio después de su estreno en Bayreuth, El anillo del nibelungo sigue suponiendo el mayor reto musical, escénico e intelectual para cualquier teatro de ópera. De momento, este El oro del Rin, más allá de sus resonancias ecológicas, parece estar aún verde, demasiado verde.

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