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Muere Julián Rodríguez, el cazador de instantes

Autor de una original obra en prosa, desarrolló una extraordinaria labor de agitación cultural desde el sello Periférica y la galería Casa Sin Fin

Julián Rodríguez llevaba un tiempo escribiendo unas notas que iba volcando con regularidad en una red social, un poco a la manera de un diario, como quien atrapa unas cuantas circunstancias de un día cualquiera: para volver a disfrutarlas. La última, que volcó el jueves al final de la tarde, recoge un paseo con su perra Zama, como hacía siempre, por la serranía de Segovia (donde tenía una casa) y habla del calor, de un frutero que le vende melones de Villaconejos, de un coche que se ha salido de la carretera y del conductor rumano de la grúa que acude a resolver el incidente; luego llega a casa, escucha música clásica, calienta un poco de pisto. Julián Rodríguez Marcos murió hoy por la mañana, tenía 50 años.

Como la prosa de sus notas, y con esa grandeza de espíritu que no se nota porque lo va llenando todo de manera subterránea, la vida y la manera de ser de Julián Rodriguez estaban marcadas por una extrema sencillez que tiene que ver con su lugar de origen, un pequeño pueblo de Extremadura. Hijo de campesinos, buena parte de su obra literaria estuvo volcada en la exploración de esa brecha que se abre cuando se viene del silencio de la tierra, del campo (“lo amé, lo odié, lo amé”, confesaba), y no hay otra que convivir con el ruido de las grandes ciudades.

Nacido en Ceclavín en 1968, se trasladó con su familia a Cáceres cuando tenía 10 años. Estaba tan fuera de lugar que le pidió a su madre que le comprara una enciclopedia para comprender el mundo y aprender a moverse en sus laberintos. “Leí todas las entradas, de la a a la z”, explicó en una entrevista cuando publicó en 2008 Cultivos, la segunda entrega de un ciclo de carácter autobiográfico, en el que se propuso acercarse a la verdad de lo más próximo: su familia, sus amigos, su gente. Empezó publicando, en 2000, un libro de poemas, Nevada (Renacimiento). Al año siguiente salió en Debate su primera novela, Lo improbable. Le siguieron otras tres, más cortas, que recogió en La sombra y la penumbra, y luego ya entró en ese ciclo más personal, que empezó con Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás (Caballo de Troya, 2004). “Busco un lenguaje austero, muy contenido”, explicaba. Su obsesión era acercarse al territorio pantanoso de lo sentimental y contarlo con un lenguaje no gastado. Sus notas, las de la red social, iban en esa dirección. Rascaba muy adentro, siguiendo los pasos de Zama y con la máxima sobriedad.

Del mismo modo que devoró aquella enciclopedia, ya luego Julián Rodriguez se fue haciendo con la realidad entera. Siempre vinculado al arte y a la literatura, desde muy pronto se aventuró en distintas revistas y, también, en asuntos hosteleros. En 2006 fundó, junto con Paca Flores, Periférica, una de esas nuevas editoriales que le dieron un vuelco al mundo del libro por aquellos años. Descubrir autores olvidados, darles voz a los que pasaron desapercibidos, apostar por los nuevos. Ya sea los que escriben en otras lenguas (Thomas Wolfe, Gianni Celati, Sacha Guitry), como los que lo hacen en español, en Latinoamérica (Maximiliano Barrientos, Rita Indiana, Yuri Herrera) y en España (Carlos Pardo, Vicente Valero, Ramón Reboiras, Valentín Roma).

Por lo que toca al arte, hizo tres cuartos de lo mismo. Empezó con una galería en Cáceres y luego abrió su sede en Madrid: Casa Sin Fin estaba muy cerca del Reina Sofía y hace no mucho tuvo que cerrarla —trabajaba demasiado—, en enero de 2018. Rescató a magníficos artistas y fotógrafos menos visibles y empujó a los que exploraban caminos menos frecuentados. Entre sus artistas estuvieron Jorge Ribalta, Manolo Laguillo, Pedro G. Romero, Álvaro Perdices, Daniel G. Andújar y Javier Codesal.

Cuando hablaba de sus hallazgos lo hacía en voz baja, sin darle mayor relieve: poco a poco las obras adquirían otra densidad, otra proyección. Julián Rodríguez disfrutaba, devoraba el mundo, había convertido el conocimiento y el placer y la curiosidad en las tres patas que lo sostenían. Incansable viajero, todo lo sabía: el mejor vino que había que tomar en una tasca de un rincón perdido y la mejor manera de acercarse hasta Sils Maria. Era hermano del poeta y periodista de EL PAÍS Javier Rodríguez Marcos, y pareja de la también editora Irene Antón (Errata Naturae).

Ayer, durante ese paseo con Zama por Segovia, el frutero que le vendió los melones le comentó que se iba a echar una siesta (“…luego aparco a la sombra por ahí y duermo un rato antes de volver a casa, que hoy a las cinco de la mañana ya estaba en danza”). Quizá sea esa la mejor forma de tomarse esta última salida de Julián Rodríguez. En alguna parte ha aparcado y ahora descansa.

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