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Modo Cézanne

No nos faltan carcamales que censuran que se insista en un tema, y criticarán que alguien se demore en el párrafo de un libro o en la visión de una pintura sobre una montaña

Nacemos, y la insistencia ya está ahí. Es algo que, por ejemplo, el cine constató desde el momento mismo de ser inventado: a los Lumière no les convenció su primera versión de Salida de los obreros de la fábrica y, conscientes de que en aquel nuevo arte repetir sería ineludible, rodaron dos veces más la misma secuencia, perfeccionándola.

Y, hablando de repetir, me acuerdo de cuando una dama le preguntó a John Banville en un coloquio cuándo dejaría de ser tan reiterativo con el tema de la identidad, y él respondió: “Lo dejaré cuando por fin me salga bien”. Es probable que aquella señora tuviera un prejuicio hacia la insistencia en el arte. Prejuicio antediluviano, por cierto, pero de gran raigambre entre nosotros: no nos faltan carcamales que censuran que se insista en un tema, y ya pronto criticarán que alguien se demore en el párrafo de un libro, o en la visión de una pintura sobre una montaña (pongamos la de Sainte-Victoire, que Cézanne pintó 80 veces), etcétera.

Aún así, la insistencia sobrevive. No hace mucho la encontré en la asombrosa secuencia inicial de quince minutos de El hombre de Londres, el film de Béla Tarr. El cineasta húngaro hizo que me sintiera de pronto en la misma atalaya portuaria en la que él había situado el ojo de la cámara y de su protagonista: un observador tenaz de los alrededores de su torre vigía, como si éstos fueran el mayor enigma del mundo.

Aunque el arranque del film era magistral, nunca pensé que me resultaría imposible olvidarlo y que no tardaría en desear con locura volver a sentirme involucrado en él. Tal fue el ansia que me entró por regresar a la visión desde la atalaya que, la otra noche, creí que volvía a aquella secuencia cuando en realidad me estaba sumergiendo en la atmósfera gris y portuaria del libro de Sergio Chejfec que ha publicado Jekyll & Jill y cuyo escueto título es un número, 5. En sus páginas hay una ciudad lenta que se despliega en un territorio que va en sentido contrario al del agua, toda una metáfora de lo que es el espacio mismo del libro, compuesto por dos piezas: una novela publicada por el autor en 1995 (entonces titulada Cinco), seguida de un comentario sobre ella (Nota).

Leyendo la prosa excepcional de Nota, llegué a sentirme de nuevo en el mundo de Tarr, aún sabiendo que estaba en el de Chejfec y que la historia que éste contaba —casi inasible, aunque lo que allí importaba era el estilo— era bien distinta de El hombre de Londres. Porque en su libro que parece que pensó en llamar El asomado— Chejfec hablaba de lo que podía verse desde la ventana alta del joven del 95 que escribió Cinco: un principiante invitado a una “Residencia para escritores” de una ciudad muy extranjera.

Entre secuencia y libro, en cualquier caso, había un parentesco creado por los puntos en común: ritmo moroso, “instantes Simenon”, personaje gris con panorámica de atalaya, niebla, humo, tensión portuaria. Y, de fondo, la gran fuerza de la pasión de la insistencia. Y el viento que siempre vuelve. El modo Cézanne, pensé. Pintar ochenta veces la montaña.

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