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La huida detrás de un sueño

El autor recrea un día en la vida de Juan Genóves, auto de ‘El abrazo’, símbolo de la amnistía y de la reconciliación

Se levanta todos los días a las cuatro de la madrugada; cruza el jardín de su casa de Aravaca y por una escalera exterior de 18 escalones sube a su estudio. Fuera del amplio ventanal amanece o no amanece, los pájaros cantan o no cantan, el sol sale o no sale, pero Juan Genovés empieza a trabajar hasta la hora del almuerzo como si cada hora fuera la primera y la última de su vida. Lo que suceda más allá de los límites del cuadro no le importa nada, puesto que en ese momento el mundo tiene los mismos límites del bastidor.

En el estudio está a solas consigo mismo en silencio. Después de la siesta su jornada continúa hasta que le detiene la oscuridad. El trabajo no le supone ningún esfuerzo especial, porque su cuerpo enteco, nervioso y resistente viene así de fábrica.

Nació en Valencia en 1930. Su padre era un artesano y decorador de muebles, con profundas convicciones de izquierdas y republicanas, que hacía la vista gorda si su mujer, católica practicante, iba los domingos a misa. Su infancia transcurrió en el barrio de Mestalla. Desde su piso situado en una cuarta planta veía la cancha del campo de fútbol y oía las ovaciones de los hinchas. Bajo el aroma de los cromos de aquellos futbolistas de su niñez, Eizaguirre, Álvaro, Juan Ramón, Bertolí, Iturraspe, Lelé, Epi, Igoa, Mundo, Asensi y Gorostiza, este artista confunde todavía hoy una victoria del Valencia C.F. con la bondad universal y su derrota con un severo cataclismo del espíritu.

Durante estos primeros años, Genovés ayudó a su padre en la decoración de los muebles y entró en contacto con pinturas y barnices, que le han acompañado a lo largo de su vida. Con la llegada de la dictadura la familia abrió una carbonería y a Genovés se le veía allí dibujando con los carbones en las paredes escenas de tebeos. En 1946 ingresó en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos. Posteriormente, formó parte del colectivo Parpalló y del grupo Hondo.

En la década de los sesenta del siglo pasado las criaturas de Juan Genovés comenzaron a correr en sus lienzos y todavía no han parado. La mayoría de los espectadores, incluidos muchos críticos, siempre han creído que huían de las cargas de la policía franquista. Y eso es cierto, pero la cuestión no es de qué huyen sino en qué lugar se paran después de desbordar en desbandada los límites del cuadro. Hoy lo hacen formando círculos muy visuales, pero si se lo preguntas a Genovés te dirá que sus criaturas se detienen allí donde exista un sueño de paz, justicia y armonía. Y dada la ingenuidad congénita del artista no hay más remedio que creerle.

En los años sesenta en Norteamérica el pop art incluía el lujo, la chatarra, los cubos de basura, los envases, el diseño, las estrellas de cine, los anuncios y el optimismo de la tecnología. Juan Genovés añadió a estos excipientes del capitalismo los símbolos de la violencia política y entró a saco en el realismo de la alambrada y en la crueldad de las culatas de los fusiles, en la dialéctica del miedo, en la soledad del individuo en medio de la multitud. Con esta huida detrás de un sueño Genovés se enfrentó al informalismo del grupo El Paso cuyos artistas, con Saura y Millares en cabeza, decidieron pintar en blanco y negro como símbolo del claroscuro de la escuela española y, posteriormente, añadieron el dramatismo del rojo de la sangre de toro para acabar introduciendo amarillos, rosas y azules esteticistas.

En esta época Genovés consiguió una Mención de Honor del jurado de la 33ª Bienal de Venecia, que le abrió las puertas del exclusivo club de la Galería Marlborough y ser un artista de reconocida fama internacional. A Juan Genovés le mantiene vivo la ingenuidad que le sirve para crear y luchar. “Vengo de una familia alimentada con el optimismo histórico. Yo sabía lo que estaba pasando en la Unión Soviética y en 1969 fui invitado al Congreso Mundial de la Paz que se celebraba en Moscú. Éramos varios miles llegados de distintas naciones. Un día fuimos recibidos dentro de las murallas del Kremlin y se nos hizo avanzar entre dos rayas marcadas en el suelo, flanqueadas por guardias armados con metralletas. Pensé: parece uno de mis cuadros. Quise comprobarlo saliéndome de la raya. Azcárate, que iba a mi lado, me dijo, no lo hagas, estás loco, te van a disparar. No obstante, lo hice, me separé del grupo y los policías comenzaron a lanzar gritos terribles mientras me apuntaban con el arma. Sabía lo que estaba pasando, pero siempre tuve la esperanza de que las cosas mejorarían. Sé que soy un ingenuo. Siempre lo he sido”.

De su famoso cuadro, El abrazo, símbolo de la amnistía y de la reconciliación, se hizo un bronce circular, que en 2003, como homenaje a los abogados asesinados en Atocha se erigió en la plaza de Antón Martín. Hoy la gente arroja desperdicios a su interior y lo usa como un contenedor de basura. Pese a lo cual, el optimismo de Genovés sigue en su interminable lucha final.

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