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La cruel condena de Christine Blasey Ford

La mujer que acusó al magistrado Kavanaugh de abuso sexual sigue recibiendo amenazas de muerte y no ha podido volver a trabajar

La última vez que Estados Unidos la vio estaba sentada en un pupitre, frente a un comité del Senado, contestando preguntas. Con la voz quebrada, Christine Blasey Ford, de 52 años, relataba delante del mundo entero cómo hace más de tres décadas un adolescente de 17 años borracho trató de quitarle la ropa mientras le tapaba la boca, entre risas. Su testimonio contra el juez Brett Kavanaugh, durante la confirmación de este como magistrado del Tribunal Supremo, simbolizó la llegada del movimiento #MeToo al centro del poder. Pero al apagarse los focos, la vida que ella conocía ya no estaba allí.

Esta semana, Blasey Ford volvió a ponerse delante de una cámara. Esta vez mira directamente. Lo hizo para presentar el premio Deportista del Año de la revista Sports Illustrated, otorgado a Rachael Denhollander, la primera gimnasta que acusó públicamente de abusos sexuales a Larry Nassar. El antiguo médico del equipo olímpico de gimnasia resultó ser el mayor depredador sexual llevado a juicio. Abusó de más de 140 niñas durante décadas. Si el caso de Blasey Ford quizá fue el momento más intenso del año en que las mujeres levantaron la voz, el juicio de Nassar fue el más dramático. Fue condenado a 175 años de prisión.

En el vídeo, Blasey Ford habla de Denhollander como una mujer “que sufrió abusos siendo una atleta adolescente vulnerable y encontró el valor para hablar en público y parar el abuso a otras. Su valor inspiró a otras supervivientes a romper su silencio, y ya conocemos el resultado”. “Al dar un paso adelante, asumiste un enorme riesgo”, dice Blasey Ford a la gimnasta, “e inspiraste a las generaciones futuras para alzar la voz, incluso si las circunstancias parece que están en su contra. La lección es que todos podemos lograr cambios reales y que no podemos dejar que nos definan las acciones de otros”.

El breve mensaje tiene un significado especial porque Blasey Ford podría estar hablando de sí misma. Experta en psicología y estadística, Blasey Ford vivía junto a su marido y sus dos hijos en el privilegiado Palo Alto, el pueblo más rico de California, en el corazón de Silicon Valley. Daba clases en la Universidad de Palo Alto y era profesora invitada en Stanford. Desde el momento en que su nombre se hizo público, todo eso desapareció. Se tuvo que mudar de casa y empezó a recibir amenazas de muerte. Tres meses después, su vida no ha vuelto.

“El juez Kavanaugh ascendió al Tribunal Supremo, pero las amenazas contra la doctora Ford continúan”, dijeron los abogados de Ford en un comunicado recogido por la radio pública NPR. “El único objetivo de la doctora Ford es recuperarse de la experiencia y volver a sus responsabilidades laborales”.

Durante su testimonio en el Senado, Christine Blasey Ford ya dijo que estaba recibiendo amenazas de todo tipo y que se había tenido que mudar. En una carta pública el pasado 21 de noviembre, habló por segunda vez: “Estoy agradecida por haber tenido la oportunidad de cumplir con mi deber cívico. Al haberlo hecho, me asombran todas las mujeres y hombres que me han escrito con experiencias similares y ahora lo comparten valientemente con su familia y amigos, muchos por primera vez”.

Blasey Ford escribía en una cuenta de Gofundme, una página web de financiación colectiva en la que ha recaudado casi 650.000 dólares antes de cerrarla. El objetivo inicial eran 150.000. “Los fondos que habéis enviado son una bendición”, decía. Aseguraba que todo ha sido empleado en mejoras de seguridad en su casa, en mudanzas, en su estancia en Washington y en protección física de ella y su familia ante las amenazas. Sus abogados aseguran que no ha podido aún volver al trabajo.

Ford vive protegida por una situación económica que los medios describen como muy holgada (el precio medio de una casa en Palo Alto supera los cuatro millones de dólares) y una comunidad que valora la discreción y la vida de pueblo por encima de todo. Pero la presión sigue. «Todavía me envían mensajes, unos buenos, otros malos y algunos horribles», decía a EL PAÍS el pasado octubre Liz Kniss, alcaldesa de Palo Alto. Sigue habiendo quien dice «que ella no tenía credibilidad y que humilló a Kavanaugh de forma irresponsable», dice la alcaldesa. La ciudad donde pasean Mark Zuckerberg, Tim Cook y Larry Page en vaqueros y zapatillas, de pronto, tenía «un famoso que necesitaba protección policial», y el Ayuntamiento puso su parte. Kniss, víctima ella misma de violencia sexual, opinaba que Ford «fue muy valiente». 

Christine Blasey Ford es ya para siempre un símbolo del cambio cultural de 2018 en torno a los abusos sexuales. Su imagen con los ojos cerrados y la mano levantada mientras juraba decir toda la verdad se estampa en camisetas. Pero también es un símbolo del coste que sigue teniendo alzar la voz según quién sea el acusado. La semana pasada, Anita Hill concedió una entrevista a The New York Times en la que dijo que ella y Ford estaban en contacto, sin más detalles. Anita Hill es la mujer que en 1991 se sentó frente al mismo comité del Senado para acusar de acoso sexual a otro candidato al Supremo, Clarence Thomas. La respuesta de los senadores entonces sirvió 27 años después como ejemplo de machismo. Hill describió su experiencia como “horrible”. Blasey Ford como “aterradora”. Tras su declaración en el Supremo, Hill pasó al ostracismo. Ford ha galvanizado a su alrededor una ola de solidaridad y ya se ha prestado al menos a una promoción con su imagen, la de Sports Illustrated. Sus próximos pasos dirán si algo ha cambiado.

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