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Jeremy Hunt, el baluarte del conservadurismo tradicional

El ministro de Exteriores trata de hacer frente a la arrolladora personalidad de Boris Johnson

Jeremy Hunt (Londres, 52 años) asegura que, si ganara las primarias del Partido Conservador, sería el único primer ministro del Reino Unido capaz de bailar la lambada. Aunque a continuación advierte que nunca haría una demostración pública de sus habilidades rítmicas. Era la respuesta del candidato, en la localidad de Hampshire, a uno de los afiliados del partido que acudieron a escucharle, y que le reprochó tener una imagen gris —similar a la del ex primer ministro, John Major— frente a la exuberancia de Boris Johnson.

Ese es el gran obstáculo de Hunt. Todas sus virtudes quedan oscurecidas por una templanza y discreción tan británicas y tan ajenas a un presente dominado por los extremos y el exhibicionismo. Si Johnson fuera capaz de articular los dos primeros pasos del baile brasileño, habría aprovechado la menor ocasión para demostrarlo y el vídeo ya sería viral a estas alturas.

El ministro de Exteriores, que resiste en la competición por suceder a Theresa May a pesar de que las encuestas apenas le dan un 30% de apoyos entre los 160.000 afiliados conservadores, es el perfil deseado en cualquier manual del conservador moderno. Hijo de un almirante de la Armada Real británica y educado en uno de los colegios de élite, el Charterhouse School, donde los cachorros conservadores adquieren un sentido de servicio público y de destino compartido (Deo Dante Dedi, Dios me ha dado, yo doy, dice la leyenda de la escuela). Alumno de la Universidad de Oxford, donde estudió la trilogía que manda el canon (Política, Filosofía, Economía), y empresario de éxito. Su empresa de cursos en línea, Hotcourses, que vendió por 15,5 millones de euros, le convirtió en el ministro más rico del Gobierno de David Cameron, primero, y de May más tarde.

Sus años postuniversitarios los pasó en Japón, donde enseñó inglés y aprendió japonés. Que le sirvió de poco, le gusta bromear, porque acabó casado con una china, Lucia Guo, con la que tiene tres hijos.»No me gustaría nunca escuchar que alguien les dijera que, como extranjeros, están abusando de los servicios públicos de mi país», ha explicado en más de una ocasión para expresar su rechazo al tufo racista que la batalla del Brexit trajo consigo. Fue el ministro de Sanidad que más tiempo ha permanecido en el cargo, y, de un modo metódico, racional y discreto, arregló el desastre heredado de su predecesor, Andrew Lansley, saneó las cuentas e introdujo eficacia en la joya más apreciada por los británicos de uno u otro color, el Servicio Nacional de Salud (NHS por sus siglas en inglés). Su mezcla de liberalismo económico (promete bajadas masivas de impuestos) y conciencia social le convierten en el prototipo de one nation tory (conservador de una nación) que se inventó con éxito Benjamin Disraeli en el siglo XIX para que el partido dejara de ser un club de élites y representara a todos los ciudadanos británicos. Su religiosidad le lleva a desembocar en una visión progresista a través de meandros conservadores: «Yo elegí casarme por la Iglesia porque quería ofrendar mis votos ante Dios. Si los homosexuales desean hacer lo mismo, y la Iglesia está dispuesta a celebrar esa ceremonia, no somos quienes para ponernos en medio o impedir esa decisión», explicaba en una entrevista al periodista Andrew Marr.

Pero si Hunt aspira a que los afiliados conservadores le tomen en serio, sabe que no puede andarse con ambigüedades cuando se trata del Brexit. Y a pesar de que hizo campaña a favor de la permanencia en la UE durante el referéndum de 2016, asegura ahora que no le temblará el pulso para ordenar la salida del Reino Unido de las instituciones comunitarias el próximo 31 de octubre, la fecha fijada por Bruselas. ¿Qué le diferencia entonces de Boris Johnson? Hunt confía en que su imagen de seriedad y responsabilidad convenza más a los militantes del partido y, sobre todo, a los dirigentes europeos, que la popularidad frívola e impredecible del exalcalde de Londres. Sus planes para intentar una última vuelta de tuerca en la negociación con los 27, sin embargo, delatan un voluntarismo y un afán de consenso que han dejado de ser moneda de cambio en la política británica. Pretende incluir en el equipo negociador a los euroescépticos, a los unionistas norirlandeses y a los nacionalistas escoceses y galeses. Y sacar de ese experimento una voz común con la que llevar a Bruselas una última oferta. Demasiada componenda, piensan sus críticos, y una partitura que suena mucho a los intentos fracasados de May de encontrar la cuadratura del círculo en los últimos tres años.

«Llevo aspirando a este puesto desde hace treinta años, y creo que lo puedo hacer bien. Aporto una visión empresarial y una experiencia de gestión que pueden ser muy útiles», repite en las decenas de entrevistas que, a diferencia de su rival, lleva concedidas. Y aún tiene esperanzas en que los conservadores no se apresuren ya a emitir su voto —de aquí al 22 de julio ya pueden enviarlo por correo—, escuchen sus propuestas, y decidan, una vez más, hacer honor a su nombre, no asumir riesgos, y apostar por el candidato serio y aburrido. Sin exigirle que baile la lambada.

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