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Guirigay monárquico republicano

El banderillero Víctor Hugo Saugar, ‘Pirri’, sufrió una grave cornada en el glúteo de 35 centímetros de profundidad

Suele ocurrir cuando un festejo de gran expectación decepciona solemnemente, como el de este miércoles. El Rey en el palco, corrida extraordinaria, guirnaldas en las andanadas, banderillas de gala. Pero no pudo ser.

Eran más de las nueve y cuarto de la noche, la gente estaba ya cansada y a esas horas el alcohol hace efectos demoledores.

Andaba en el ruedo Diego Urdiales tratando de buscarle las cosquillas al noble y soso sobrero de La Reina, cuando una voz -la enésima en esta feria- dice aquello de «Viva el Rey»; muchos la secundan mientras el torero mira al tendido con cara de enfado. Pero no se había puesto en el sitio Urdiales cuando otra voz dice: «Ábalos, dimisión», y los acompañantes del Rey, entre los que estaba el ministro de Fomento en funciones, sonríen. Y Urdiales, entretanto, dibujando muletazos, algunos de bella factura, a un animal de muy corto ánimo y buena condición. Y entonces, surge el disparo final en voz femenina: «Viva la república». Y hasta aquí podíamos llegar…

Algunos espectadores parecen identificar a la autora del grito y los tendidos repiten al unísono: «¡Fuera, fuera!», y el presidente de la plaza, contento porque, por una vez, ese desafuero no iba contra él.

En fin, que se armó un barullo de armas tomar. El asunto no fue a mayores, pero el público encontró en el guirigay la diversión ausente en el ruedo. Y todo porque el espectáculo carecía de interés.

Continuó Urdiales con su tarea. Bien colocado, alcanzó algún momento de brillantez con ambas manos, pero su labor no consiguió entusiasmar a casi nadie; así, cuando acabó de estocada desprendida, todo quedó en una cariñosa ovación.

La verdad es que el festejo fue un dramático chasco real.

Dramático, porque otro hombre vestido de luces acabó en la enfermería con una gran herida en el glúteo. Ninguna cornada está prevista, pero esta menos, porque no son los toros de Cuvillo propensos a las volteretas, ni por las circunstancias que la rodearon. Tras clavar un par de banderillas, Pirri fue perseguido por el tercer toro, se confió, quizá, al llegar al burladero y sufrió una cornada en el glúteo.

Fue un chasco, porque siempre se espera mucho de esta corrida de la que cada año se dice que es la más importante de la temporada, y solo será porque la preside el Rey, pero no más. Acudió Felipe VI, que no parece que se haya contagiado del veneno de la afición, y se volvió a su casa sin muchos argumentos para volver. Con la de cosas buenas que han ocurrido en esta feria… Ojalá Padilla, que lo acompañó en el palco, le ofreciera argumentos para que emule a su señor padre en materia taurina.

Y fue auténtico y real -el chasco, se quiere decir-, a pesar de las buenas intenciones de la terna.

Diego Ventura hizo un esfuerzo ímprobo para que su actuación fuera algo más que una mera exhibición ecuestre. Pero si no cambia de toros, acabará recogiendo pollos -hoy le regalaron dos-, yemas y botas de vino por los pueblos al tiempo que los paisanos se lo pasan en grande con la doma de una cuadra espectacular. Ventura es un gran torero a caballo sin toros. A Las Ventas no puede venir la primera figura del rejoneo actual con dos novillos amuermados y sin vida.

Bombón, Lío, Nazarí, Remate, Campina, Fino, Bronce y Dólar se divirtieron correteando por la arena después de un largo viaje desde Sevilla, pero los espectadores se aburrieron sobremanera. El primer sucedáneo de toro era un becerrote manso y amuermado, que pretendió saltar al callejón y carecía de casta, bravura y codicia. Ventura estuvo correcto, pero no pudo superar lo que no era más que un frío trámite. Animó los tendidos con un par a dos manos a lomos de Dólar y eso fue lo más sobresaliente de su actuación ante el cuarto.

Después de los toros que se han visto aquí, los de Núñez de Cuvillo parecían de juguete. Las comparaciones son odiosas, pero también reales. Inválido fue el primero de El Juli, nula emoción, a pesar de su larga labor, y jugó al toro con el quinto, un terrón de azúcar, dulce y derretido al instante.

Lo mejor de la tarde, la faena de Urdiales al tercero, irregular y deslavazada, pero personalísima, plagada de detalles y basada en la naturalidad, cimiento fundamental del buen toreo. Una gran tanda de derechazos, un molinete, un largo de pecho, una trincherilla, pinceladas todas de un privilegiado.

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