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Enrique de Hériz, una vida hermosa

Rosa Montero recuerda al editor, traductor y escritor, fallecido hoy a los 55 años víctima de un cáncer

Enrique de Hériz detestaba los eufemismos y las palabras como herramientas del engaño —escribió una magistral novela, Mentira, que entre otras cosas hablaba de eso—, así que no se me ocurrirá decir lo de que “falleció tras una larga enfermedad”. No. Ha muerto hoy a causa del cáncer, y por fortuna su travesía no ha sido muy larga, aunque, cuando te toca navegar por la mar gruesa, cada día puede resultar interminable. Pero no hablemos de muerte, sino de vida, de una existencia hermosa y de un hombre hermoso. De una de las mejores personas que jamás he conocido. Enrique, al igual que sus hijos ahora, fue huérfano joven, y eso le hizo adquirir una madurez temprana y una templanza que resultaban conmovedoras, porque contrastaban con su expresión de chaval, con su curiosidad siempre maravillada por todo y su alegría chispeante. Era un niño que se obligaba a ser adulto.

Nació en Barcelona en 1964 y vivió la vida con intensidad (“mi día equivale a tu año”, decía Lou Reed). Siendo muy joven fue el director editorial de Ediciones B, y lo hizo de manera extraordinaria. Se estrenó como novelista en 1994; el libro se titulaba El día menos pensado y era una sorprendente y muy original primera obra, el relato de un mendigo que vivía en la calle. Abandonó su cargo editorial para tener más tiempo para su literatura, a la que dedicaba la mejor parte de sí mismo: era de un rigor narrativo total. Así fueron saliendo sus otras tres novelas, Historia del desorden (2000), Mentira (2004) y Manual de la oscuridad (2009). Una obra corta pero poderosa, tallada con sangre. Y estaba preparando su quinta novela. Ya no la leeremos. La lectora que soy también se duele de eso. Era un escritor formidable.

Hizo más cosas; dio clases de escritura creativa, publicó artículos en los periódicos y, sobre todo, fue un traductor magnífico; suya es, entre otros logros, la primera versión al castellano del Robinson Crusoe completo. Traducía con el mismo rigor y el mismo mimo con el que escribía sus novelas, de ahí que le faltara tiempo para sus propias obras. Pero es que no sabía hacer mal las cosas. En todo brillaba, en todo destacaba. Era como una roca, fuerte, muy fuerte; y al mismo tiempo, ¡cuánta delicadeza en todo! Y qué limpieza de corazón: tenía un sentido ético finísimo, pero jamás daba lecciones a nadie. O sea, era un sabio. Y un disfrutón; lo recuerdo feliz, llegando a la cena con su pequeña bicicleta plegable bajo el brazo, o mandándome de repente por Internet el regalo de alguna música maravillosa que él sabía que me iba a gustar (así me enamoré, por ejemplo, de Ibrahim Maalouf: en su trompeta mágica siempre estará Enrique). Amaba y cuidaba a la gente, en fin.

Déjenme decirles solo una cosa para que se hagan una idea de quién era Enrique de Hériz: no creo que haya nadie que pueda hablar mal de él. Se ha ido una de esas personas que hacen un poco mejor el mundo. Un abrazo emocionado a su mujer, la editora Yolanda Cespedosa, a sus dos hijos y a sus muchos amigos, que también nos sentimos huérfanos.

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