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El último recreativo

La película sabe jugar con las dicotomías expresivas mientras desarrolla su aventura de supervivencia

Cuando se estrenó The Last Picture Show allá por el año 1971, Peter Bodganovich supo plasmar el antológico último destello del crepúsculo, el cambio de era en lo ético y en lo estético, aglutinando lo que aún quedaba del clasicismo, particularmente del wéstern, entre John Ford y Howard Hawks, y la nueva ola de rebeldía que desde los nuevos cines europeos estaba calando en el Hollywood de los moteros tranquilos y los toros salvajes. Un respeto hacia la anterior generación, pero expuesto desde un cierto radicalismo de la nueva, que también pulula alrededor de Ralph rompe Internet, notable película animada de Rich Moore y Phil Johnston, que, como ya hacía su antecesora, ¡Rompe Ralph! (2012), envuelve la nostalgia de los recreativos con la celeridad insaciable de la Red, para llevar de la mano hacia los cines a padres e hijos, representantes cada uno de una era que nunca volverá y de un tiempo actual de apabullante complejidad.

Con engranaje dramático de comedia romántica de desencuentros y reencuentros, estructura de película de carretera, sucesivas apariciones de secundarios y trayecto físico y moral de su pareja protagonista (la niña del azucarado juego Sugar Rush y la rocosa bondad del forzudo Ralph), y tratamiento de personajes a la manera de las buddy movies o películas de colegas, con personalidades marcadamente diferentes, Ralph rompe Internet sabe jugar con las dicotomías expresivas mientras desarrolla su aventura de supervivencia. Así, a dualidades más o menos obvias, como la de lo analógico y lo digital, y la de los recreativos contra la playstation, se unen otras aún más interesantes. Como la continua metáfora entre el progresismo y el conservadurismo, que representan, respectivamente, las personalidades de la cría Vanellope y el adulto Ralph, expuesta a través de sucesivos comportamientos que deambulan entre la querencia por la rutina del viejo y las ansias de novedad y revolución de la niña.

De paso, gracias a esa estructura de road movie, Moore y Johnston, responsables también de la primera entrega, aprovechan para ir presentando desternillantes personajes y gags en torno al cine de animación e Internet, (casi) todos muy efectivos, comenzando por las jocosas secuencias con las princesas Disney y terminando por la formidable representación del universo de la Red y las apariciones estelares del buscador de google, el edificio de Meetic y las siempre pejigueras ventanas emergentes y sus publicidades intrusivas.

Y es justo en una de esas presencias puntuales donde la película tiene su único desliz: en el episodio de los virus informáticos, que comienza como una gran idea (un lugar con apariencia de escenario de cine negro, de lugar del crimen, donde se pueden conseguir contraseñas y números de cuentas del banco), pero que desvaría con unos posteriores, y espantosos, 20 minutos de cine de aventuras y acción. Dotada de un bellísimo aliento trágico y crepuscular, Ralph rompe Internet bien podría haber carecido de esa parte aventurera, más propia de una mala producción de superhéroes, y llegar al mismo y estupendo desenlace, pero por derroteros menos plastas y convencionales.

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