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“El mundo se ha vuelto demasiado fascinante para poder escribir”

AM Homes disecciona una Norteamérica “en plena crisis de mediana edad” contemporánea en ‘Días temibles’, su última y volcánica antología de relatos

El North Square es un pequeño bar decadente de hotel, enmoquetadísimo, en el que Dylan Thomas solía tomar copas y en el que, según la dueña, una adorable anciana llamada Rita, vecina de la ilustrísima A. M. Homes – pronúnciese Ei-Em –, se compuso California Dreaming y buena parte de la música que se compuso en Estados Unidos en la década de los 70. Todo el mundo conoce a A. M. Homes aquí, su apartamento está en la puerta de al lado. Suele bajar, como lo ha hecho esta noche, en zapatillas – unas trotadas Nike Air negras –, para tomarse un Jane Jacobs. Sí, en el North Square se sirven cócteles que antes fueron activistas que lucharon por mantener a salvo parques como el de Washington Square. “¿No es maravilloso?”, pregunta Homes, el hielo tintinea en el vaso cuando lo devuelve a la mesa. ¿Es aquí donde escribe sus sátiras salvajes contra la Norteamérica contemporánea, sus venenosos y divertidos retratos de familias infantilmente disfuncionales? Sacude la cabeza. “No”, dice. “Escribo en el Marlton”, dice.

El Marlton es otro hotel. A Homes le gusta escribir en hoteles. Le gusta estar rodeada de gente cuando escribe. No sólo es liberador – “la vida no te pesa en un hotel” – sino que le basta, en esas ocasiones, con levantar la vista para toparse con historias en marcha. “Es alucinante de qué manera lo privado se vuelve público en un sitio así, cómo estamos, constantemente, escenificando, siendo los protagonistas de nuestra propia tragedia, o nuestra propia comedia, sin darnos cuenta”, dice. El Martlon está a la vuelta de la esquina. Es un hotel famoso. Es famoso, entre otras cosas, porque Jack Kerouac escribió en él Los subterráneos y porque en él que vivía Valerie Solanas cuando disparó a Andy Warhol. De pequeña, Homes creía que Jack Kerouac era su padre. A veces, cuando está allí escribiendo, se imagina que baja en el ascensor. “¿Que qué le diría? No lo sé. Tal vez precisamente eso. Que me hubiera gustado que fuese mi padre”.

Homes, hija de un matrimonio del todo funcional, tal vez imagine cuando escribe cómo habría sido su vida si su madre biológica – una atolondrada mujer que contactó con ella cuando descubrió que era una escritora famosa, como cuenta en La hija de la amante – no la hubiera abandonado. Tal vez cuando en sus cuentos las familias estallan por ser demasiado irresponsables esté diciéndose a sí misma que no habría funcionado, que si unos padres huyen de un bebé recién nacido, pueden huir de cualquier cosa, y dejar que sea ese bebé, de mayor, quien pinte el cuadro de su infancia perfecta, y trate de volver a entrar en él, como le ocurre al protagonista de La última vez que lo pasó bien, uno de los 12 relatos que se incluyen en su última antología, Días temibles (Anagrama en castellano; Angle Editorial, en catalán), tan abrasiva y cruel, tan deliciosamente delirante y perversa como Cosas que deberías saber, su anterior antología, pero, si cabe, más ambiciosa, más profunda, más a vueltas con el pasado que, inevitablemente, nos acompaña.

“Hay relatos en esta colección que he tardado 12 años en escribir – en concreto, Días de ira: la historia de un corresponsal de guerra y una novelista que sólo escribe novelas sobre el Holocausto, y el siempre peliagudo tema de la verdad de la ficción y su responsabilidad – porque quería que leerlo fuese también una prueba para el lector, que se preguntase qué había de verdad y de mentira, y de qué forma la mentira – la ficción – construye una verdad. Me interesa muchísimo, cada vez más, el pasado. Cómo de doloroso y a la vez placentero es volver sobre él. Y qué pasa con aquellos que viven en el pasado de otra gente”, dice Homes. Da otro trago a su Jane Jacobs. Engulle un par de nachos. “Rita, por ejemplo, ¿cuántas vidas ha vivido? ¿Qué tuvo que dejar atrás para convertirse en la persona que es hoy? ¿Tendría yo derecho a contar su historia? ¿Por qué no habría de tenerlo?”, se pregunta. ¿Por eso hay más relatos, en esta ocasión, basados en hechos reales, o que contienen hechos reales, como Punto Omega, y los huesos del homo erectus pekinesis que viajaron de China a Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y se perdieron? “Sí. Me encanta lo que hace Don DeLillo. Cómo ha usado la Historia para construir sus historias, y es un poco eso lo que intento hacer”, responde.

A su manera, por supuesto. También hay un relato, titulado Un premio para cada jugador, en el que una familia inventa un concurso para no aburrirse en el supermercado y acaba comprando un bebé que alguien ha parecido olvidar en la sección de toallas. “Sí, ese relato trata sobre el absurdo del capitalismo, pero también sobre la necesidad de la gente de sentirse escuchada”, porque el padre acaba soltando un discurso que le vale una candidatura a presidente de los Estados Unidos. ¿Populismo? “Sí”, contesta. ¿Qué trata de decirnos, una y otra vez, sobre Estados Unidos, con sus personajes, tan irresponsables, tan huidizos, niños enormes que nunca están satisfechos? “Diría que Estados Unidos siempre ha pensado en sí mismo como un país joven, nuevo, y que, vaya, creo que esto no lo lo había dicho nunca, no está entrando con buen pie en la mediana edad. Se resiste a dejar de ser el eterno adolescente. Norteamérica tiene miedo a crecer. Nos aterra la vejez, por eso estamos llevando francamente mal el hecho de envejecer”, contesta.

De niña, Homes no hacía otra cosa que ir al teatro con sus padres, “veía obras de Arthur Miller, Harold Pinter y, mi favorita, Caryl Churchill”, y por eso, dice, ama los diálogos y los personajes, como ella los llama, “tridimensionales”. “Ocurre algo maravilloso en el teatro y es que los personajes son reales y hacen y dicen cosas a veces del todo increíbles, y supongo que es lo que ocurre con mis personajes, que intento trasladar ese espíritu a lo que escribo”, dice. Sabe que un día escribirá un libro que se titule Estos son mis padres, o Estos fueron mis padres, y a los nombres de Miller, Pinter y Churchill, y el de Kerouac, añadiría, claro, el de John Cheever, al que no encuentra “para nada”, realista, sino todo lo contrario. “Lo que transmite Cheever es tristeza y miedo a envejecer y miedo a no tener suficiente y un surrealismo maravilloso, como el de El nadador”, dice.

“Envejecer es complicado”, confiesa, “el mundo se vuelve cada vez más raro”. Y en unos tiempos como los que vivimos, incluso intenta mantenerte lejos del teclado. “Por primera vez en mi vida me está costando horrores escribir. Lo intento, pero no hay manera. La pulsión de estar conectada todo el tiempo a lo que está pasando ahí fuera está haciendo que incluso deje de leer. El mundo se ha vuelto demasiado fascinante. Y necesito que sea aburrido para poder escribir. Me pregunto qué clase de libros escribiremos en el futuro y si los escribiremos”, dice. También dice que los escritores tienen un único tema, al que no dejan de darle vueltas, hasta que logran resolverlo. Como quien resuelve un rompecabezas. Que a veces no lo hacen nunca. ¿Cuál es el suyo? “La familia, claro, y cuestión moral, cuál es nuestra responsabilidad respecto a los demás, qué es este mundo en el que vivimos, y por qué estamos siempre fuera de lugar, hagamos lo que hagamos”.

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