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El mundo dibujado por los niños

La animación asiática, y especialmente la japonesa, apuesta por los protagonistas infantiles mientras la industria de Hollywood sigue sin atreverse a explorar esta senda

El vaho empaña el cristal de la ventana y, de repente, un niño pasa la mano y limpia el vidrio. Un momento mágico surgido del talento del japonés Mamoru Hosoda, grande de la animación mundial, que este año ha sido candidato al Oscar con Mirai, mi hermana pequeña, película estrenada la semana pasada en España y a la que pertenece esa imagen casi onírica. No es la primera vez que Hosoda dirige una película con protagonista infantil ni, obviamente, el único en hacerlo. Ayer se estrenó Funan, del francés de origen camboyano Denis Do, que cuenta la búsqueda por parte de una joven madre —la suya, en realidad— de su hijo de 4 años —el hermano mayor de Do y auténtico protagonista del filme— en mitad de las matanzas de los jemeres rojos en Camboya. La película ganó el gran premio del prestigioso Festival de Cine de Animación de Annecy. Mientras que la animación hollywoodiense pocas veces (aunque hay excepciones como Del revés) arriesga con un narrador infantil, los dibujos animados asiáticos sí suelen apostar por los niños. “Probablemente”, cuenta Laura Montero Plata, autora de El mundo invisible de Hayao Miyazaki(Dolmen Editorial), “porque en Japón la animación no es un género, sino un formato. Entienden que a través de ella se pueden contar multitud de historias de todo tipo”. Y esa franja va desde el anime punk de Akira hasta las narraciones fantástico-ecologistas de Miyazaki.

Hosoda (Toyama, 51 años), traductor mediante, está de acuerdo. “Hace ya tiempo que dejamos atrás el reduccionismo del género. Por eso, la animación puede contar una historia desde la mente de un niño como nunca lo logrará un filme con actores de carne y hueso”, asegura el japonés. “Yo busqué películas con un protagonista de 4 años [las dos películas en cartelera coinciden en la edad del crío] y hay muy pocas. Muchos cineastas quieren reflejar en pantalla la vida. De una sociedad, de una persona, da igual. Y los directores tienden a descartar a los críos porque consideran que no poseen un mundo propio interesante. Se equivocan”. Hosoda arranca su filme con el enfado de un crío, Kun, cuando llega a su casa su hermana recién nacida, Mirai. Mimado, consentido, Kun solo superará este terremoto vital con la ayuda de una Mirai adolescente procedente del futuro. “Imagínate lo que sufre un príncipe destronado”, ríe Hosoda. “Es la frustración en estado puro… Y usé a mis hijos de modelos en el guion y en pantalla”, remata entre carcajadas.

Para Denis Do, parisiense de 34 años, la animación viene obligada porque nunca pensó en hacer una película; solo en dibujar. “Mi madre me contaba muchas historias y compañeros míos de estudios me empujaron al cine. Pensé en hacer un documental y no vi cómo encararlo. La animación era la única forma en que podía expresarme como artista. Del guion, un 50% es real y la otra mitad, ficción. Mi familia se reconoció en la película, se emocionó y también se enfadó. Para mí fue una experiencia catártica que me reconectó con mis raíces camboyanas”.

“Miyazaki domina todos esos detalles”, cuenta Montero Plata. “Desde cómo funciona la psicología de un niño a cómo plasmar su imaginación desbordante. Tiene una enorme facilidad para representar la magia, por ejemplo, y para vivirla como la hace la infancia. En El castillo ambulante, cuando Howl [un mago] empieza a volar, ningún niño espectador se extrañará porque es absolutamente natural, lo aceptas porque pega”. Do habla del poder de la animación, “a la hora de transportar la mente y la emoción del espectador a muchos mundos, como la Camboya que yo nunca conocí [viajó allí por primera vez con 10 años] o a la mente de un niño”.

 

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Líneas claras

Hosoda coincide en que la animación está llegando “más lejos en contar y mostrar sentimientos y sensaciones” que el resto del cine. “Hay cierta cobardía. Uno de mis referentes, desde que estudiaba en la Universidad, es Víctor Erice. ¿Quién hace hoy cine como el suyo?”, reflexiona el japonés. Do insiste en el riesgo: “El gran narrador del genocidio provocado por los jemeres rojos es Rithy Panh, y en su película La imagen perdida usó muñecos de barro para ilustrar aquellas barbaridades. Con la animación pierdes espontaneidad, pero con los dibujos ganas en emoción y en libertad”.

Hosoda siente que a pesar de esa libertad hay ciertas reglas que respetar: “Por ejemplo, apuesto por líneas más claras, desnudas, conceptos intimistas, como se veía en Los niños lobo. Me alejo de la épica y de la acción de otros largometrajes míos como El niño y la bestia. En mi interior conviven ambos mundos. Por eso, voy alternando filmes”. Montero Plata subraya el “prodigio técnico” de la animación de Mirai, mi hermana pequeña, de su “cuidadosa pedagogía”, y desgrana: “Describe a los padres como seres que se equivocan, absolutamente humanos, desde un punto de vista netamente infantil”.

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¿Alcanzará la animación de Hollywood la sensibilidad de la asiática? Hosoda responde con otra pregunta: “¿Sabes la diferencia entre Disney y el anime? Ellos tienen un nicho de mercado claro; nosotros estamos abiertos a todos y apostamos, como el cine europeo, por el lado artístico”. Miyazaki asegura en sus entrevistas que él se basa en leyendas y mitos japoneses, tan mágicos como ecológicos, y que esas historias son imbatibles. “No estoy completamente de acuerdo”, rebate Montero Plata, “porque ahí está el irlandés Tomm Moore y su La canción del mar. Ahora bien, la animación Disney siempre va a la zaga. Miyazaki llevaba años con chicas protagonistas cuando empezaron a darles cancha en Hollywood. Mientras pensemos que los dibujos son cosas para niños, perderemos su fuerza narrativa y artística”.

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