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El huidizo detective Dashiell Hammett deja de ser un misterio

Una nueva biografía rastrea la oscura etapa del autor de ‘Cosecha roja’ en la agencia Pinkerton, que alentaría una obra que transformó para siempre la novela negra

Entre los miles de documentos preservados sobre la actividad de los detectives de la agencia Pinkerton no hay ni rastro de un solo escrito firmado por Dashiell Hammett (Maryland, 1894-Nueva York, 1961), no hay una sola prueba documental de que el escritor trabajara para la mítica compañía entre 1915 y 1922, de que anduviera espiando, siguiendo a sospechosos, recabando pruebas en la basura, ajustando cuentas, reventando huelgas. “Hay tres razones que pueden justificar esto. La primera es que los informes de la agencia eran propiedad de los clientes y muchos se quedaban con ellos. Además, normalmente, estaban escritos con un alias. Por último, puede que estuvieran varados en algún almacén que luego se quemó, que es la excusa preferida para justificar el destino de papeles que se pierden”, explica a este diario el periodista Nathan Ward quien, en Un detective llamado Dashiell Hammett (RBA, traducción de Eduardo Iriarte), prueba no solo que fuera un buen agente sino cómo influyó ese trabajo en su visión del mundo y cómo trasladó esa experiencia a las páginas de sus libros para refundar el género negro.

El caso Dashiell Hammett es un jugoso plato para cualquier investigador. Veterano de las dos Guerras Mundiales, enfermo crónico de tuberculosis, bebedor impenitente, no se sabe por qué dejó de publicar, que no de escribir, tan pronto (su última novela, El hombre delgado, es de 1934) ni mucho de lo que hizo antes de convertirse en el autor de El halcón maltés.

Hay, en esta historia, un detective de detectives que aporta la prueba definitiva a un pasado sobre el que, hasta ese momento, solo se tenía el testimonio de algunos familiares. Su nombre es David Fechheimer y trabajó en la agencia Pinkerton en los años setenta. Obsesionado con seguir los pasos de Hammett, Fechheimer puso un anuncio en la prensa y contactó con Phil Haultain, un exdetective que aprendió los trucos del oficio con el escritor. “Él me enseñó a ser un buen perseguidor. Era alto, delgado y avispado. No era un gran bebedor por aquellos tiempos, no que yo recuerde, pero fumaba muchísimo”, contaba en 1975. Su testimonio se recogió en la revista City of San Francisco, y cayó luego en el olvido, una simple anécdota para los biógrafos, fascinados con los años dorados de Hammett como guionista en Hollywood, su alcoholismo y su relación tormentosa con la escritora Lillian Hellman. Ward lo rescata y consigue nuevas evidencias. “Tuve acceso a su cartilla militar y ahí, en la casilla de profesión, puso: ‘Detective privado”, cuenta. Su literatura bebió de esa realidad. “Sus relatos de detectives tienen el estilo de un informe de Pinkerton. Podría haber sido poeta u otro tipo de escritor, pero es la experiencia en la agencia la que le da la materia y el hábito de escribir. Sus historias eran más reales y mejores que las de otros escritores”, asegura Ward.

Hammett no era Sam Spade, no era el agente de la Continental, pero su visión de la corrupción total era la América de aquella época, la que él había vivido al otro lado de la barricada en Baltimore y otros lugares. La legendaria Brigid O’Shaughnessy de El halcón maltés, la Elvira de La chica de los ojos de plata o la Dinah Brand de Cosecha roja son y a la vez no son Peggy O’Toole, una de sus muchas aventuras amorosas, un lance relatado con gusto y precisión por Ward.

Silencio y frustración

Cuesta imaginar cómo una de las voces de la izquierda estadounidense en los años treinta y cuarenta pudo estar años al servicio de una agencia que trabajaba de mamporrera de las empresas que no respetaban los derechos de sus trabajadores. “Creo que en 1915 necesitaba un empleo y odiaba todo lo que había hecho hasta ese momento. Aquí tenía que viajar, algo que le interesaba. El trabajo de reventador de huelgas y otras actividades desagradables le molestaban, pero no creo que en los años veinte las ideas políticas de Hammett estuvieran tan desarrolladas. Lo veía como algo feo pero al mismo tiempo como una experiencia que le podía ser útil y que fue parte esencial de su posterior éxito literario. Comparados con él, sus amigos de la izquierda tenían muy poca experiencia en la vida real y a Hammett le encantaba escandalizarlos con las historias de sus días en Pinkerton”, narra Ward.

Las últimas décadas de vida de Hammett están presididas por su silencio como escritor. Víctima durante muchos años de la tuberculosis, que le impedía trabajar durante largas épocas, y de las estrecheces de un autor desconocido que se está abriendo camino con sus relatos vendidos al peso en la emergente revista Black Mask, cuando Hammett conoció el honor y la gloria decidió aprovechar. Ward resume: “Creo que dejó de publicar por varias razones. Esperaba durar mucho menos tiempo por culpa de la tuberculosis y vivió a lo grande una vez que vio que tenía dinero. Pero la razón más profunda para explicar por qué dejó de publicar es que quería ser visto como un novelista legítimo, como Hemingway, y no como el rey de los escritores de novelas criminales, cosa que ya era. El hombre delgado es una sátira de la estructura y el estilo de las novelas negras con el borracho exdetective Nick Charles volviendo a la vida que había intentado dejar. Fue el libro más popular de Hammett pero no consiguió terminar ninguna de las novelas más literarias que intentó escribir después en los años treinta. Se tuvo que conformar con ser el autor de Cosecha roja y El halcón maltés. Creo que no está mal”.

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